La historia como relato desde el poder

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En su carácter de narración de identidad para una comunidad, la historia es una herramienta para que un régimen pueda tejer su discurso de legitimidad. Sabiendo lo anterior, un gobierno puede asentar ideas que asienten a una democracia o a un sistema autoritario. Los matices dependerán en la forma que se conciba a la persona como individuo, o se pretende inculcar un sentimiento de fatalidad y predestinación.

De hecho, pocos recursos retóricos tienen tanto éxito como invocar la idea de un destino compartido para la masa, guiada por el líder; dándosele a cada acto, no importa cuán insignificante sea, una dimensión histórica. Gracias a esto, es posible justificar cualquier tipo de pifia bajo la premisa que se está escribiendo la historia.

Hitler dramatizaba la historia universal, donde los actores eran el pueblo germano y sus dirigentes unidos contra un enemigo común, y como fin cumplir la ley natural ineluctable de la preservación de la raza superior y la aniquilación de los inferiores. Para tal efecto: el Führer introduce en sus oyentes la ira, el temor y el rechazo mediante numerosas expresiones sobre la conspiración internacional y el enriquecimiento de los judíos.

El historiador Timothy Snyder describió el tipo de historiografía autoritaria con el término “discurso de eternidad”. De acuerdo con el autor, se atiende el pasado para resaltar la dimensión épica del régimen, aunque en una manera autorreferenciada, sin conexión con los hechos. Se busca añorar un pasado que nunca ocurrió en tiempos que, en realidad, eran desastrosos. En esta visión narrativa, los políticos de eternidad presentan un pasado como un jardín brumoso lleno de monumentos ilegibles a la victimización nacional, todos igual de distantes al presente, pero a la vez accesibles para la manipulación. Como consecuencia, la seducción por un pasado mitificado nos impide pensar en futuros posibles.

México fue controlado por décadas por un discurso de eternidad que sigue esos cánones, sujeta a un discurso nacionalista. Según el relato, nuestro pueblo es producto de la violación de los españoles a las mujeres indígenas, haciendo de nuestra condición mestiza origen y destino de las desgracias comunes. La narración del pasado se convierte en una sucesión de derrotas y agravios, donde los héroes siempre caen a pesar de sus buenas intenciones. El objetivo: inculcar el convencimiento entre la ciudadanía que el entonces sistema de gobierno que había era el único que correspondía con nuestra historia, traumas e idiosincrasia: el PRI.

Lamentablemente, nadie entre 1988 y 2018 tuvo interés en revisar el discurso histórico, salvo el breve intento de Carlos Salinas de Gortari por reemplazarlo por lo que se llamó “liberalismo social”. En consecuencia, López Obrador ganó el poder apoyado en gran medida por las visiones y lugares comunes del nacionalismo revolucionario, por default.

Nuestro presidente ha sabido apropiarse de ese viejo discurso historiográfico para implantar su propia noción de legitimidad. Para sus seguidores, representa la culminación de la independencia, la reforma y la revolución: de ahí viene el término “cuarta transformación”. Ha mostrado interés, y en ocasiones urgencia, por aprovechar cada efeméride e inventar otras, como la fundación de Tenochtitlan. El objetivo: resignificar el pasado como un camino fatal que lleva a su gobierno.

Lo más triste de este esfuerzo es darnos cuenta que, con la oposición que tenemos, muy probablemente pasará a la historia en sus propios términos.

@FernandoDworak

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