La verdad del partido

0
463

Fernando Muñoz

Ha llegado un momento en la situación parapolítica española, realmente incivil, en que nada puede decirse sin ser sometido a una alineación inmediata. Siendo así, ha triunfado ya la idea de un partidismo constitutivo y radical, la idea de una lucha de clases inmisericorde y brutal. Está sembrada la semilla del odio que define el nervio de la vida social moderna. Crece paralelamente un antagonismo nacionalista, en problemática alianza tanto con la izquierda que todavía se reclama de filiación marxista, cuanto con la izquierda que se dice parlamentaria. La doctrina de la lucha de clases hace de la guerra el gozne sobre el que gira la historia, el principio nacionalista enfrenta a los hombres según criterios bioculturales, pero contempla asimismo la historia fundada fatalmente sobre el enfrentamiento.

Si durante un tiempo una sociedad goza de un estado de paz es únicamente como resultado de una guerra previa. Vivimos en España más de ochenta años de paz franquista, hoy impugnada como se impugna el orden mundial que acompañó a la paz americana, conclusión de la última gran guerra. Se reorganizan las posiciones geopolíticas y todo el mundo se alinea.

Produce un cierto pavor ver a un grupo de personas mayores, no tanto como para haber participado en las remotas batallas del 36, reclamar la victoria en la que quieren inminente réplica de su guerra imaginaria. Me refiero a un grupo de músicos que en la sede de CC.OO se han presentado como antifascistas – un título que se reparte hoy con alguna facilidad – resucitando el “no pasarán” y gritando que, en esa guerra con la que sueñan, resistirán hasta el último hombre o mujer, que habrán de ser asesinados esta vez, dicen, sin excepción. Es otra escenificación más del alineamiento más grosero, investido de la pureza de unas víctimas presuntas que se ven ya inmoladas ante el Moloch del fascismo, según fantasean en sus sueños más turbios. Desde su rudimentario sectarismo esas consignas violentas nada tienen que ver con el odio.

Que la democracia parlamentaria concluye en una u otra forma de totalitarismo es más que la conclusión de un razonamiento: una experiencia ya conocida en la historia reciente. Seguramente la nueva figura de ese ejercicio integral del poder político sobre la vida de las personas vendrá arropada en un aparato estético distinto: no veremos camisas pardas o ejércitos rojos, pero no puede dejar de aparecer un análogo de esas fuerzas. Por lo demás, es un hecho el control liberal de la vida de las muchedumbres a través de la gestión de su atención y decisión mediante las tecnologías inteligentes que paulatinamente envuelven todas nuestras actividades. Así la paz agonizante bendice ya unas vidas vacías que – sometidas al vaivén del comercio mundial – reciben una eléctrica estimulación de esos discursos que reclaman militancia y alineación.

La respuesta o, si quieren usar esa palabra que a tantos pone a salivar: la reacción de la derecha sólo puede er asimismo militante. Si inicialmente defensiva, pronto pasará al ataque y, en una profecía autocumplida, la izquierda pugnaz generará de algún modo el fascismo que delata. Desatada la polarización, es absurdo no tomar partido. Los no alineados siempre han sido los primeros en ser arrollados por el huracán brutal de la guerra, se aprende en Tucídides y en cada nuevo enfrentamiento. La izquierda siempre apelará a una injusticia inveterada, implícita en la vida económica y social como fuente de su violenta indignación.

Si la situación es ésta: ¿existe algún modo eficaz de sobreponerse a la lucha implacable, a la agresión y el asesinato sin verse llevado por el mismo odio elemental? Veo a tantos dibujar una sonrisa de conmiseración, declarando la ingenuidad misma de la cuestión tantas veces reiterada… La cuestión bajo su simple formulación no deja de envolver una tensión trágica.

En algún sitio dice Enrique García Máiquez que la doctrina que pide poner la otra mejilla exige, sin duda, humildad y paciencia, pero también pone un límite al número de las bofetadas. Creo que él pondría la mejilla una vez y otra, pero nadie podría sufrir que recibiera el mismo daño la mejilla del prójimo.

De un modo u otro, acabaremos alineándonos y al tomar parte perderemos el sitio de la verdad. Entonces habrá pasado a segundo plano el sentido de esa alineación y todo discurso – desprendido de la verdad – se habrá convertido en arma. Recuerdo a José M. Gallegos Rocafull, uno de los escasos religiosos que se alineó con la república. ¿Estaba el error en el bando o estaba en la misma decisión con lo que supone de corte y, por tanto, de herida?

Doctor en Filosofía y Sociología

Publicado originalmente en elimparcial.es