Robin Myers, ahogo y reivindicación

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Miguel Ángel Gómez

Los poetas trabajan con su don natural de manera natural. Saben que su aislamiento les hace poner énfasis en las palabras, poseer el conocimiento de cosas ocultas para los demás. Hay un espejeo que pregona todo lo que nos empeñamos en cambiar. Viven en un mundo de sorpresas, quieren preservar su statu quo captando señales y más señales que les sentarán bien. La realidad en sí expulsa a las anteriores. La humanidad mira un sol gris, hace demasiado frío. Constituirse en alguien importante es arrojarse con violencia desde un alto precipicio y entrar en otra especie de movilidad literaria. Robin Myers (Nueva York, 1987) poeta y traductora residente en Ciudad de México es una poeta sin lágrima congelada colgando sobre una torre temblorosa. Sus ideas son ricas como quien registra su bolsillo y está lleno de monedas. Es penetrante y mordiente lo que escribe cuando se hace de noche y la confusión con toda la fuerza, araña. Su libro Tener (Kriller71 Ediciones) hace mover la cabeza afirmativamente a la crítica talentosa.

La estética de Robin Myers es la del fragmento que saca chispa a todo. Siempre consigue dar a sus líneas aire de diario de autora que dispone de todos los minutos. Uno de los primeros poemas recuerda al Georges Perec de Oulipo: “Voy al parque a buscar un poco de orden. / Un hombre toca la flauta / de cara al estanque, donde los gansos arrastran las patas y cagan, / y los perros desatan su pánico feliz / como colibríes gigantes / e ignoran sus propios nombres, / y las parejas se agarran entre sí”. Enumeraciones del juego por el juego mismo. Hay también un poema agudo de imágenes-lugares (“Una mujer en un museo / extiende las dos manos / para tocar una escultura: / una cara de piedra / sale a la superficie / de agua de piedra y la separa, / los ojos todavía / cerrados, pero confiadamente despiertos. / El guardia del museo le llama la atención: / Señora, no se toca, / y ella le dice, Yo soy ciega, toco).

Hay prólogos imprescindibles. El de Tener hecho por Sara Torres lo es. Escrito con sentido común y entremezclando la voluntad expresada con la existencia de seres que siguen la orilla del estanque, serpenteando entre hileras de árboles. Otro acierto es hablar de animales a media distancia mediante preguntas retóricas: “Animales con hambre y sin lengua: ¿qué hay detrás de su vacío simbólico? ¿de su estar sin lenguaje articulado? ¿la quietud feliz, el sometimiento al ritmo natural, o ambas?”. Hay gatos en Myers que comen carne cruda con la fecha de caducidad vencida. Los gatos tienen una reflexión silenciosa y solitaria en el centro de todo lo que se habla. Gatos con una ilusión colectiva, como los gatos valientes de Ernest Hemingway. En el poema que inicia “Por un tiempo intenté escribirlo todo” hay un exceso de literatura en el buen sentido de la palabra (pájaros, comidas compartidas, la enfermedad del padre). La autora nos muestra a las claras, destinadas a ser simultáneas, las cosas buenas y malas que amplían la temática para no ser demasiado remota ni demasiado etérea.

Robin Myers es una poeta que va creciendo en cada poema. Con ligereza. Se hace más asombrosa, más real, “como solo se hacen los sueños cuando nos hundimos cada vez más en sus mallas” (Henry Miller). Así cuando leemos: “Esta mañana volví a tener el sueño / en que me ahogo. / Y es así que mi muerte / me devuelve / a mi vida, al vientre de la cama, / al calor de mi piel que me quiere de vuelta”. No es Myers una poeta sencilla cuando se expresa baudelerianamente: “Esas flores carnosas, rojas, / que florecen en, y a pesar de, / la piedra, la arena, / que se van estrechando como / llamas”. Su visión del mundo es como una cena de acontecimiento y un café excelente, preparado por ella misma. El deseo es ver y oír algo por primera vez (“No me interesa desterrar el deseo / cuando veo la urgencia del espino / por clavarse en el aire, / que sé yo si su anhelo / se parezca al mío. / Pero quiero que se parezca”). Este Tener se presenta como una obra mayor escrita tras obtener una residencia para autores en el Vermont Studio Center. Cada verso de Robin Myers tiene una lección, una moraleja. Cumplen estos poemas su función de hacer que hablemos de su escritorio que nos hace acudir a otro rincón de las librerías, a otro lapso de tiempo, majestuoso y solemne.

Objetos nombrados con algunas magulladuras, emociones que nos llegan como en un barco de excursión, cuerpos inertes como de costumbre, lo abstracto y negativo. En voz alta nos habla Robin Myers mientras cavila sobre los fragmentos de la conversación. Qué hermosos sus poemas absolutamente universales de cuartos oscuros con una lámpara y un libro que nos dejan a unos milímetros de la felicidad pues nos dan “casi lo suficiente”.

Escritor

Publicado originalmente en elimparcial.es