La última misión

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La centuria del expresidente Luis Echeverría despertó un moderado interés, la edición de un libro y algunos memes.

Fue el de LEA un sexenio controvertido, de cambios y transformaciones que siguen pasando por el tamiz del juicio histórico y que no sería ocioso volver a repasar.

Don Luis es el exmandatario más longevo de México desde 1783. Pedro Lascuráin llegó a los 96, Portes Gil a los 87, Ortiz Rubio a los 86, don Porfirio a los 84 y López Portillo quedó en honroso sexto lugar con 83.

JLP mandó a LEA a una fantástica embajada concurrente en las Islas Fiji en uno de los humores frívolos con que dilapidó lo que parecía una gran solidez intelectual… y pasó a mejor vida mientras que el efímero diplomático sigue entre nosotros.

Los gobiernos no transcurren en blanco y negro. Hay quien sostiene que el echeverriato ni fue tan arriba ni tan adelante como se proclamara en aquel lejano 1969, mientras que otros proponen que México despegó en aquel sexenio y se insertó de pleno derecho en el conjunto mundial.

Hoy recupero un triste episodio de aquellos años, un incidente (Clau y Chelo dixit), que frunció el semblante de LEA y sus cofrades un par de días, hasta que el tiempo sexenal siguió su inexorable curso.

El memorioso gremio periodístico lo pasó por alto, igual que los políticos que en ese entonces se aprestaban a sacrificarse por el pueblo. Creo que sólo Roberto Femat recordó que el 25 de enero de 1970 perdieron la vida quince reporteros y fotógrafos que cubrían la campaña del hoy centenario expresidente.

Qué pena. Parece confirmarse que los hombres y mujeres públicos ven a los periodistas como un mal necesario y recurren a ellos con el mismo ánimo que los niños obligados a tomar aceite de ricino para su propio bien.

El “avionazo de Poza Rica” diezmó y enlutó al periodismo mexicano cuando esta no era aún la arriesgada profesión que hoy conocemos en el país más peligroso del mundo para ejercerla.

Sergio Candelas, entonces reportero de la revista Tiempo, fue autor de la más completa crónica de aquella jornada. En medio de un intenso dolor y no curado del espanto de haber estado frente a la muerte, cumplió con su deber de informar y fue capaz de citarse a sí mismo, de ubicarse como un personaje dentro de la historia, sin que ello demeritara el valor testimonial de su trabajo.

Incluí el relato en mi libro De reporteros con la bendición del querido amigo y colega, quien falleció el 27 de septiembre de 2015. A continuación, fragmentos de su testimonio.

“Empezaba a clarear la mañana del domingo 25 de enero de 1970. Muy cerca de la entrada que conduce a la pista de carga de la Compañía Mexicana de Aviación, en el Aeropuerto Internacional de la ciudad de México, conversaban animadamente cinco personas.

“Cerca de allí, en la acera, algunos vehículos depositaban maletas, bolsas de nylon para trajes, máquinas de escribir portátiles, grabadoras magnetofónicas y cámaras fotográficas. Más allá, a unos metros de distancia, Jesús Kramsky, reportero de El Heraldo de México, daba un abrazo a su madre y a su hermano que habían ido a despedirlo a la terminal aérea. Para Jesús, era su segunda gran oportunidad periodística: los directores de los diarios y las revistas de México ponen mucho cuidado al seleccionar personal para misiones importantes y El Heraldo de México había reiterado su confianza en Kramsky -casi un adolescente, apuesto y poseedor de excepcionales dotes reporteriles- para cubrir, con otros compañeros, la segunda etapa de la campaña electoral […]

“Rubén Porras Ochoa, reportero de La Afición; Adolfo Olmedo Luna, de Ovaciones; Miguel de los Santos Hernández Álvarez, de PIMSA; Carlos Infante, de Avance, y Sergio Candelas Villalba, de la revista Tiempo, cambiaban impresiones sobre los treinta y cuatro días de trabajo que les aguardaban. Olmedo, lleno de orgullo, había presentado a los reporteros a su hijo Adolfo de veintiséis años, recién egresado de la Universidad. Porras Ochoa comunicaba a los demás su intención de invitarlos, cuando pasaran por Catemaco, Veracruz, a un ranchito que había comprado allí, adonde pensaba retirarse con su esposa y sus tres hijos después de uno o dos años más de trajín periodístico. De los Santos, moreno, menudo, de ojos negros brillantes y expresivos, permanecía como siempre- callado ante la plática de sus compañeros.

Llegaron más reporteros. Pepe Falconi, de El Heraldo de México, que saludó a todos con su acostumbrado “¿cómo estás hermano?”; Rafael Moya Rodríguez, jefe de redacción del mismo diario, que por esa única vez había dejado su escritorio para supervisar, durante algunos días, el trabajo de sus reporteros; Jesús Figueroa, de La Prensa, feliz porque a diez años de haber ocupado el modesto cargo de ayudante de redacción, sus méritos habían obtenido al fin un justo premio; la pareja invencible: Mario Rojas Sedeño y Hernán Porragas Ruiz, de El Sol de México, siempre unidos, siempre leída su ágil columna matutina “Diario de Campaña”.

“Los fotógrafos Eduardo Quiroz de El Heraldo, pulcramente vestido y con una abultada mochila de piel repleta de película, lentes, telefotos y dos o tres cámaras; Rodolfo Martínez, ‘El Pelos’, de La Prensa, que ya, a esa hora, empezaba a contagiar de buen humor a sus colegas con un gran repertorio de chistes; Jaime González Hermosillo, de Excelsior, y la presencia solemne del maestro Ismael Casasola, fotógrafo de larga experiencia en el periodismo nacional, ahora al servicio del PRI, entre otros más.

“En la pista había dos aeronaves para la comitiva de información: un DC-3, cuya proa llevaba el nombre de ‘Ignacio Aldama’ y un Convair, matrícula XB-DOK. Al pie de la escalerilla del Convair [personal de prensa fue] nombrando uno por uno a los pasajeros, a la vez que marcaban con una señal el nombre de quienes subían al avión.

“A bordo estaban ya los miembros de la tripulación: Leopoldo Ramírez Di

Stéfano, piloto de treinta y seis años de edad; Luis Martínez, copiloto; Javier Eliseo Ríos, ingeniero de vuelo, y la señora Rosa María Pedroza, taquígrafa durante muchos años en la Cámara de Diputados y habilitada esta vez como azafata en la campaña electoral.

“Subieron al avión los reporteros Rubén Porras Ochoa, Miguel de los

Santos, Mario Rojas Sedeño, Hernán Porragas, Adolfo Olmedo Luna, José

Falconi, Rafael Moya, Jesús Figueroa y Jesús Kramsky; los fotógrafos José Ley y

Lorenzo H. Barboa, de El Sol de México; Eduardo Quiroz, Jaime González, Rodolfo Martínez e Ismael Casasola. También abordó la nave el doctor Camilo Ordaz.

“Detrás ascendieron los reporteros Sergio Candelas y Carlos Infante, pero se percataron de que los asientos ya estaban ocupados […].

“Sergio Candelas bajó y en la pista se topó con Gregorio Ortega Molina, reportero de la Revista de América, quien le dijo: ‘¿A dónde vas? Vámonos que ya es hora de salir’. El reportero de Tiempo le explicó entonces que ya no había lugar en el Convair, ante lo cual Ortega hizo un mohín de disgusto y dijo: ‘Lástima, porque ese avión es muy rápido’ […].

“Candelas […] habló con [alguien de prensa], quien después de confirmarle que le tenía un sitio reservado en el ‘Ignacio Aldama’, le pidió que llevara cuatro gafetes de identidad a otros periodistas que estaban a bordo del Convair. Así lo hizo Sergio, y por segunda vez subió a la nave. Descendió después de dirigir un cordial ‘hasta luego’ a Porras Ochoa, a De los Santos y a otros más que ya aguardaban la hora de la salida.

“El primer avión de la comitiva que despegó del aeropuerto fue el ‘Vicente Guerrero’, luego el Convair y otros dos aparatos con periodistas.

“[…] Después de cuarenta minutos de vuelo, el ‘Ignacio Aldama’ -en el que iba el reportero de Tiempo– estaba sobre la ciudad de Poza Rica […] Como el cielo estaba ‘muy cerrado’, la aeronave sobrevoló cincuenta minutos más tratando de hallar un hueco por el cual enfilarse hacia el aeropuerto de Poza Rica. Había inquietud entre los periodistas. De la cabina del avión salió el copiloto para comunicar a los pasajeros que había dificultades para aterrizar […] Se hizo el silencio en el ‘Ignacio Aldama’. Algunos, para disimular el nerviosismo, tomaron algunos periódicos y trataron de leer; otros tomaban café e intentaban concluir con el desayuno que se les había servido a mitad del vuelo. Por fin, en un sitio sobre Poza Rica, el piloto encontró una zona despejada: descendió el avión, giró en semicírculo y volando debajo de la capa de nubes, enfiló al aeropuerto y aterrizó sin contratiempos.

“Poco a poco se fueron reuniendo los periodistas y abordaron el autobús de prensa. La ausencia del Convair y de los compañeros que en él viajaban, Ilegó a intranquilizar. Lo que afuera era bullicio y júbilo, dentro del autobús era inquietud cargada de presagios que nadie se atrevía a exteriorizar.

“Pasaron varios minutos cargados de tensión. Muy pocos periodistas se atrevían a hablar. Por fin llegó [uno de prensa] corriendo hasta el autobús. Subió y pálido, con la voz ahogada por el nerviosismo, gritó: ‘iSe estrelló!’

“Humberto Aranda, joven reportero de El Sol de México, fogueado en las lides reporteriles, lloró como un niño; y con él lloraron muchos más. Buscaron entre sí y del doloroso recuento surgieron estos nombres: Falconi, Porras, De los

Santos, Casasola, Rojas, Porrazas, Quiroz, ‘El Pelos’, Kramsky, Olmedo, Moya, González, Figueroa, el Chino Ley, Hernández Barboa.

“Poco después, los reporteros y fotógrafos solicitaron vehículos para trasladarse al lugar del accidente, distante cinco kilómetros del aeropuerto. Todos estaban invadidos de un vehemente deseo de ayudar, de cerciorarse, de salvar amigos.

“A las 8: 15 horas de ese día, Flavio Pérez, jornalero de un predio agrícola [llegó] al lugar del accidente [y encontró] trozos de metal, cadáveres, grabadoras, cámaras fotográficas, máquinas de escribir, árboles destrozados y la cola de un avión […].

“Fotógrafos, camarógrafos y reporteros llegaron jadeando hasta los restos del avión. Pocos pudieron soportar la escena. Algunos sacaron fuerzas de flaqueza y ayudaron a la identificación de las víctimas. Sobre el herbazal, tendidos, cubiertos por sus propias ropas, estaban quince cuerpos.

“[El candidato arribó y] casi una hora permaneció allí […] Los féretros fueron colocados en el avión Ébano, de PEMEX [para su traslado a la capital]. Jesús Kramsky, único sobreviviente, había sido llevado, gravemente herido, al hospital de PEMEX en Poza Rica, en donde los médicos luchaban con denuedo por salvarle la vida. Tenía fracturas múltiples en ambas piernas y graves lesiones en la cabeza […].

“En el momento en que estaban llegando los féretros a la agencia funeraria [en la Ciudad de México], y en presencia de don Martín Luis Guzmán, entonces director-gerente de Tiempo, don Julio Scherer García, entonces director general de Excelsior, expresó: ‘Mi voz es sólo una más entre todas las de la prensa nacional, que se siente consternada por la pérdida de un grupo de excelentes trabajadores en plena actividad. Si la muerte siempre es dolorosa, lo es aún más cuando toca a personas en plenitud, como es en este caso tan lamentable’.

El final de la crónica de Sergio Candelas es conmovedor:

“No es nada fácil hablar o escribir sobre la muerte, cuando con sus víctimas se ha disfrutado en plenitud de los buenos ratos que da la vida. No se puede tampoco teclear sobre la máquina para anotar un nombre -Porras, Falconi, Casasola, Olmedo, Figueroa, Martínez, De los Santos- sin que al influjo del recuerdo de gratísimos momentos se haga un nudo en la garganta y las manos se resistan a continuar con la dolorosa tarea. Olmedo Luna dejaría inconclusos -a los cuarenta y siete años de edad- los estudios de abogacía que realizaba en la Universidad para obtener un título; Rubén Porras Ochoa no podría disfrutar con sus hijos ni con su esposa -su adorada Margarita- del refugio que había hallado en Catemaco después de años y años de trabajo, de esfuerzo, de privaciones y de entrega a su profesión; De los Santos no volvería a digerir -en silencio, porque él era muy callado- el sabor de la noticia; Rodolfo Martínez dejaría un profundo vacío en el periodismo gráfico y su risa franca y sus chistes no volverían a escucharse en el avión o en el autobús de prensa, hacinado de periodistas que van a cumplir con su deber.

“Y las viudas. Y los hijos. Como el menor de Pepe Falconi, que cuando veía a su padre en la televisión besaba la pantalla y decía: ‘Allí está mi papacito’. Y las esposas que al término de cada viaje iban al aeropuerto y recibían al reportero con el ‘¿qué me trajiste?’, o el ‘¡bendito sea Dios que estás con bien!’

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