Sucesión: ¿qué hacemos con el presidente?

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La elección presidencial de 2024 tendrá que resolver uno de los grandes enigmas del sistema político: qué papel va a jugar el presidente de la República como la autoridad que debiera garantizar una competencia democrática o como el interesado principal en apoyar la continuidad de Morena.

La reforma político-electoral presentada por el Ejecutivo a finales de abril no despejó la incógnita; al contrario, en el mismo tiempo político de esa iniciativa el presidente de la República emergió como la figura principal que gestionará la candidatura de morena y sus aliados y se convertirá en un factor de conflicto, inestabilidad y reclamos.

El comportamiento presidencial previsible no es nuevo, sino que ha sido práctica cotidiana desde que el sistema político posrevolucionario se institucionalizó con las reglas de consolidación del Estado como el eje político de la República en la Constitución de 1917. En todo caso, ahora el presidente López Obrador genera mayores críticas en la competencia electoral por el funcionamiento de una presidencia unitaria también al interior de las prácticas electorales de Morena.

Las reformas políticas de 1988 en adelante han buscado construir un régimen de Gobierno con mayores equilibrios políticos y sin el presidencialismo agobiante que construyó el PRI en sus 71 años de gobierno. Y si bien se mira, las demandas de un acotamiento al presidencialismo no provienen de las masas sociales que en realidad son ajenas a las distribuciones y ejercicios del poder, sino a una corriente social que ha posicionado en los medios la necesidad de disminuir el agobio presidencial en la vida cotidiana de la República.

Aunque no sea una exigencia ciudadana, la evolución política de México sí requiere de un acotamiento a funciones presidenciales en áreas de actividad social y pública que debieran estar en manos de partidos. Los comportamientos presidencialistas de López Obrador son similares a los que ejercieron el PRI y el PAN en la presidencia; la única diferencia actual radica en un espacio de opinión pública a veces estridente que culpa al presidencialismo agobiante de todos los problemas nacionales.

El régimen presidencialista mexicano tiene que dar el salto cualitativo a la configuración de un régimen presidencial, es decir ahora con equilibrios sociales y contrapesos de poder que paulatinamente ha venido conquistando la sociedad en todo el proceso de reformas en cámara lenta desde 1968. El problema, sin embargo, ha radicado en una realidad que no se puede ocultar: los contrapesos al poder presidencial han sido decididos de manera directa por el presidente de la República, sin que la sociedad se hubiese involucrado en la definición de su participación dinámica en los espacios de poder arrancados al presidencialismo.

En este sentido, hay que señalar que el fracaso en el funcionamiento de los contrapesos de poder debe ser acreditado a una sociedad que no estuvo capacitada para crear las instituciones y leyes que hicieran funcionar ciertas áreas públicas. El caso más concreto se ha visto en la incapacidad de la oposición legislativa para promover nuevas instituciones y reglas y su desgaste solo en oponerse a las iniciativas presidenciales.

El proceso de elección presidencial de 2024 será una oportunidad para que la sociedad consolide su presencia en esos espacios de contrapesos de poder, pero con la certeza de que en la actualidad no existen partidos ni oposiciones legislativas con capacidad suficiente para reconstruir la estructura de funcionamiento del Estado más allá de las funciones presidenciales y de los comportamientos opositores.

De ahí el pesimismo respecto al ambiente político-electoral de las elecciones presidenciales de 2024, porque la oposición fragmentada no ha podido ponerse de acuerdo para la construcción de un frente común que pudiera convocar a la sociedad aún proceso simultáneo de reconstrucción sistémica.