Elecciones

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Carlos Díaz

La política en muchísimos países se divide en dos tiempos, antes de las elecciones y después de las elecciones, antes para mentirte, y después para defraudarte, mi vida para vivirla junto a ti. Y en medio del antes y del después, lo de siempre. Cuando llegan las elecciones todo son erecciones, el homo sapiens retrograda al homo erectus. Parece como si en nuestra vida no tuviéramos nada mejor que hacer que introducir por una raja un bicho frío cada cuatro años, y mientras tanto coitus interruptus con la realidad. Tal como van las cosas, creo que nunca llegaré a saber por qué se desconfía tanto de los políticos, pero luego se pone tanto y tan circunflejo énfasis, como las cejas de Zapatero, en la papelera de las papeletas. ¿Será que los electores se mienten a sí mismos antes de votar, aunque siempre mantienen una sombra de duda respecto de sus elegidos?, ¿o será que se mienten después a sí mismos, tras la defraudación de la confianza por parte de sus partidos? No entiendo, de veras, el sentido del voto, luego existo, voto a bríos: parecía que íbamos ganando las derechas, pero henos ganado las izquierdas.

Por otra parte España, que desafortunadamente ya no se priva de las bandas narcocriminales pegando tiros por las calles (aunque sigue con las bandas criminales de los bancos y las bancas), a pesar de toda esa engañótica, se va resignando a las argucias y trampantojos descarados de las elecciones, tal y como lo describe mi buen amigo Gerardo Mendive: “Un candidato de las fuerzas de izquierda llegó al pueblo de San Ignacio, en Honduras, durante la campaña electoral de 1977. El orador trepó la escalera que hacía las veces de estrado y ante el escaso público proclamó que la izquierda no soborna al pueblo, no vende favores a cambio de votos: -¡Nosotros no damos comida! ¡No damos empleos! ¡No damos dinero! -¿Y qué mierda dan, entonces?, preguntó uno”. Segundo caso. “A un político menor le toca ‘destapar’ al candidato del PRI en Coahuila. Le notifican que será Agustín Villavicencio, presidente municipal de Saltillo. Toma el micrófono y se lanza: “Compañeros. Nada me da tanto gusto como festejar a uno de los mayores aciertos de nuestro partido, una elección inobjetable. Sí, amigos. Agustín Villavicencio es el hombre ideal, infatigable, insobornable, todo él una maquinaria militante, un patriota convencido, un mexicano hasta las cachas. ¿Qué mejor destino para nuestro noble y glorioso Estado que la conducción férrea y el temple viril de Agustín Villavicencio?”. En eso se halla cuando le pasan un papel. “Ya cállate. Cambiaron de opinión en el Centro. El bueno no es éste, el bueno es el senador Gonzalo Díaz”. El político se turba un instante y luego prosigue: “Sí amigos, el PRI es el espacio de los grandes hombres y de las sorpresas siempre gratas. ¿Oyeron todo lo que dije de Agustín? Pues eso no es nada, porque al lado de Gonzalo Díaz es un pobre pendejo. ¡’Ese si es el bueno! ¡Ese sí que es el hombre de Coahuila”. He aquí que una verdad se torna ridícula, al mismo tiempo que una cosa ridícula se torna verdadera. Tercer caso: “Federica Montseny: “¡Federica, Federica –gritaban los jóvenes- el socialismo ha tomado el poder!”. “¡No, les respondía, el poder ha tomado al socialismo!”[1]. Y en esas estamos, queridos tránsfugas. Yo mismo estuve en un mitin en un país lejano donde se repartía una zapatilla a la entrada y otra a la salida: se acabaron las zapatillas de pie derecho y de pie izquierdo, todo valía.

¿Cuándo llegará mi día? Como yo no me cuento entre el número de los apolíticos (tan tarado no creo estar aún) no puedo decir que llegará cuando los padres amen a la sociedad entera del mismo modo que aman a sus hijos, pues no pocos padres hacen por sus hijos lo mismo que los políticos con su pueblo, y esto lo sabía muy bien Felipe Trigo, aquel singular médico extremeño que creía ser socialista, pero era anarquista: “Si al hombre se le impide trabajar para sus hijos ¿no se le privará del estímulo del trabajo convirtiéndole en un haragán que no haría nada, o lo menos que pudiese? El hombre se mata hoy trabajando por sus hijos, por darles de comer, por juntarles una fortuna. Tan verdad es eso, y con tal ceguedad y tesón quiere el hombre conseguirlo, que es frecuente ver padres honradísimos emprendiendo negocios de moralidad equívoca con la obsesión del testamento. Considerando este hecho tristísimo, se me ocurre la alegría inmensa de esos padres cuyos hijos sólo con nacer serían partícipes de los bienes de la tierra en igual grado que los hijos de los otros. Es un beneficio innegable la destrucción de la herencia: la redención de esos míseros esclavos que se llaman padres de familia. Vale tanto como concederles la libertad, la facultad de vivir para sí mismo a que tiene derecho el hombre”. Yo a este hombre, más que votarle, le llevaría a hombros.

Sí, yo a este hombre, más que votarle, le llevaría a hombros: “Si son escogidas a voluntad de cada uno, ¿no habrá profesiones que no quiera nadie, como son todas las molestas y las inmundas?, ¿quién, pudiendo ser catedrático, preferiría los bajos oficios de barrer las calles o limpiar las letrinas? Hoy es violento que un pocero de alcantarilla pueda obtener mañana la dignidad del hombre. Pero imposible ¿por qué?, ¿quizás no es un hombre el pocero de hoy?, ¿no es más útil, con su olor a estiércoles, que el perfumado haragán de las tertulias? Enseguida se vería a un limpiador de comunes bañarse, perfumarse y quedarse convertido en un elegante sportman. Entre mi limpiabotas y yo media hoy gran distancia intelectual y de aptitud; pero llévese a un hijo mío y a otro del limpiabotas al mismo colegio desde los dos hasta los veinte años, ¡y quién sabe de parte de cuál de ambos quedará la desventaja, si quedaba en alguno! Lo probable es que no hubiese más genios ni talentos asombrosos, porque lo fuesen todos”[2].

Sí, yo a este hombre, más que votarle, le llevaría a hombros: “Los administradores públicos serían cargos honorarios, obligatorios para cualquier ciudadano elegido por el sufragio de los demás. La política, si place seguir llamando así a una función meramente administrativa (puesto que la verdadera función política radicaría en los ciudadanos todos reunidos en asambleas magnas), habría dejado de ser un oficio lucrativo, sin perjuicio tal vez de continuar prestando al mismo tiempo los elegidos sus funciones individuales como tales trabajadores. Ser gobernante sería molesto, pero sería un deber cívico”.

Qué loco debo de estar, madre mía ¡llevarle a hombros entre vítores y palmas, yo que no amo el toreo, más por solidaridad con el toro que por displicencia de la hermosa faena de algunos magníficos toreros! A ver si va a ser que las elecciones son una forma de embestir… ¿He dicho embestir, o investir? No sé bien, pero creo que el toro es más noble en su embestida.

Sea como fuere, y para que no haya más sangre derramada en el ruedo ibérico, les recuerdo con Charles Péguy: “Y usted, señor, que me asegura que habría que definir muy bien, un poco por vía demostrativa, por vía de razonamiento de razón raciocinante, qué es la mística y qué es la política, yo le respondo: mística republicana la había cuando se moría por la República, política republicana la hay ahora cuando se vive de ella”. Hasta la mejor política resulta siempre el producto de descomposición de una mística. La decadencia comienza el día en que uno habla de mística, y el otro responde desde la política correspondiente.

[1] Mendive, G: El mundo actual y sus desafíos. Autoedición, México, 2006.

[2] Trigo: Socialismo individualista. Mérida, 1904.

Publicado originalmente en elimparcial.es