Intelectuales y el síndrome Machiavelli

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A lo largo de la historia independiente de México, los intelectuales nunca jugaron un papel esencial, ni a favor de la república ni apoyando dictadores. Todos fueron cooptados, seducidos o soportados por los gobernantes bajo el criterio de que hacían menos daño dentro del régimen que fuera. Los elogios y las críticas de los hombres del poder hacia los intelectuales formaron parte de la picaresca política.

La participación de intelectuales –escritores, científicos técnicos y científicos sociales– en el debate del poder radica en la intención última de influir en la definición de regímenes, sistemas, programas de gobierno y comportamientos del poder. Es decir, suelen partir de la filosofía política para adentrarse en las catacumbas de la ciencia política.

El prototipo es Machiavelli, el funcionario y político florentino (1469-1517) que escribió el opúsculo El Príncipe para trasmitirle a Lorenzo de Medici sus conocimientos del poder y ayudar al regreso de esa familia al poder en Florencia, del cual fueron echados en 1492. Pero hasta donde alcanzan los datos, De Medici ni siquiera hojeó el libro y los lectores principescos del ensayo sólo lo han leído para saber cómo aplicar de manera perversa el poder para mantener o expandir los principados y el poder personal.

Pero quedo en el simbolismo político que Machiavelli es el prototipo del consejero del Príncipe. En todo caso Machiavelli, que había sido echado del poder, encarcelado y torturado, fue perdonado para regresar a posiciones diplomáticas y a la escritura. En este sentido, el modelo de Machiavelli como consejero del Príncipe no tiene que ver con el papel de los intelectuales que quieren aconsejar a los gobernantes.

En México los textos críticos de intelectuales llegaron, eso sí, a molestar al absolutismo presidencial. Pero en los hechos, ninguno de los textos de José Revueltas, Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz, Gabriel Zaid, Jorge Ibargüengoitia y Carlos Monsiváis –entre los pocos que sobresalían– tambalearon al poder, si acaso lo incomodaron como mosquitos zumbando. Hoy el presidente López Obrador ha centralizado las críticas contra algunos intelectuales por algunas de sus obras –Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín y ahora Roger Bartra, sobre todo–, pero más por razones de estrategia política mediática: la lectura los ensayos de estos tres últimos autores se ha intensificado en los adversarios del presidente, no en el pueblo, y todos critican y no hacen propuestas integrales.

Cosío Villegas molestó a Echeverría por El estilo personal de gobernar, Paz a Díaz Ordaz por Posdata, Zaid a De la Madrid por Escenarios sobre el fin del PRI, Ibargüengoitia por sus textos burlones en los tiempos de Echeverría y Monsiváis por sus juegos lúdicos de Por mi madre bohemios. Pero ninguno de los textos de los ensayistas llegó a sacudir la estructura del régimen. Los desplegados de intelectuales en el movimiento estudiantil del 68 nunca fueron procesados por el poder, salvo para hacer una lista negra de adversarios que nunca tuvo consecuencias.

Carlos Fuentes se hizo amigo de Echeverría, pero no hubo ninguna propuesta real al poder que fuera tomada en cuenta; Fuentes le abrió las puertas a Echeverría para entrar a los salones de la intelectualidad de izquierda en EEUU, pero sin efectos de alguna clase. En la segunda mitad del sexenio Fuentes fue designado embajador en Francia para un posicionamiento cultural rumbo al Nobel de literatura, pero renunció en 1977 por la designación del expresidente Díaz Ordaz como embajador del gobierno de López Portillo ante el reino de España ya en plena construcción democrática.

Como ensayista e historiador, Krauze abrió en 1984 el gran debate sobre la transición de México a la democracia, pero ahora se ha convertido en el crítico antipopulista por excelencia; Aguilar Camín provoca los enojos presidenciales no por sus mediocres textos políticos, sino por haber sido uno de los intelectuales-ideólogos del neoliberalismo salinista; y Bartra representa sólo la critica adjetivada de un excomunista renegado y no hereje –en el modelo de Isaac Deutscher–. Los tres enarbolan la bandera de la democracia, pero bien analizada se trataría de la democracia procedimental tipo priísta-salinista y sin tocar la relación esencial entre libertad y neoliberalismo y capitalismo de clase.

Los intelectuales lopezobradoristas en la lista oficial no refieren autores de criticas o enfoques novedosos sobre el régimen, sino escritores y politólogos que simpatizaban por López Obrador sin cuestionar sus propuestas, como los casos de Sergio Pitol, José María Pérez Gay y Paco Ignacio Taibo II, todos dedicados a la literatura histórica o de ficción y no al ensayo político.

Al final, hay que recuperar dos pronunciamientos de Octavio Paz: la función del intelectual es criticar desde la insatisfacción y los escritores pueden colaborar con la política, pero a condición de “mantener las distancias del Príncipe”.

indicadorpolitico.mx

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