Carlos Díaz
El queso de la filosofía lo han ido devorando poco a poco diversas especies de ratones. Especialmente quienes hoy estudian lo humano son los biólogos, médicos, fisicoquímicos, psicólogos, genetistas y demás familias, pero no los filósofos, que se han quedado sin el humo de las velas. Cualquiera menos ellos parece tener competencia profesional y deóntica sobre cuestiones como felicidad, libertad, amor, corporalidad, sentido de la vida, bueno y malo, más allá, justicia, alma, o antropología. Todo eso ha pasado a ser para los “científicos” mera “metafísica”, es decir, regaños de viejo desdentado descatalogados y recluidos en el arcón del desván. A la vista de ello, los filósofos nos hemos tenido que reciclar trabajando en gasolineras. A lo largo de los siglos son muchas las artes y los oficios que han corrido la misma suerte o desgracia. Desafortunadamente otros oficios se han mantenido, por ejemplo el de los verdugos, que son mucho más útiles.
No soy de los que para distraer echan la culpa a los demás, pues el río del saber filosófico se ha quedado sin agua por agotamiento propio de sus fuentes y de sus fontaneros. Si hoy no estamos en Mesopotamia, sino en Anhidros, como dijera Tomás Moro, será porque los encargados del mantenimiento de las redes fluviales no nos hemos dedicado a ello con suficiente entusiasmo en los levantes de nuestras auroras. Pero tampoco somos los únicos responsables. Si ni los filósofos ni los gobernantes tenemos una imago hominis capaz de definir lo humano en general, quizá sea porque no éramos tan humanos como decíamos, o porque fuimos “demasiado humanos”.
Sin embargo, no todos somos avestruces tratando de evitar los problemas escondiendo la cabeza. En efecto, si no sabemos qué es el amor y lo sustituimos por el “poliamor”; si ignoramos en qué consista nuestro “género” universal y cada individuo agota su especie; si somos ratas y nuestra moralidad no trasciende el egoísmo genético; si los pobres son más pobres cada día y allá ellos; si niños y niñas de la calle al día siguiente ya no están porque se les han extraído los riñones o los corazones, si no hay compasión, pues entonces no hay problema. No hay problema para un ser humano que no es un ser humano.
Está claro que lo que se denomina ser humano ha pasado a ser una plaga para el planeta Tierra, y no es seguro que no termine/exterminándolo, pero la solución no es eliminar parte de la población, pues la que aún quedase continuaría con su misma saña destructiva; además, siempre quedarían los peores, los más dotados de capacidad demoledora y fagocitadora. En semejantes circunstancias, lo lógico y natural sería que no diéramos tanto la matraca con el agotamiento del planeta Tierra, o con la capacidad destructiva de los virus: al fin y al cabo la muerte e incluso la desaparición global de los humanos con un estatuto antropológico semejante al de las ratas no pasaría de ser una bonancible consunción cósmica: un puñado de ratas se han quedado sin su queso en un oscuro rincón de una galaxia periférica. En semejantes circunstancias, qué cosa tan patética el entierro del ratántropo rodeado por plañideras en un cementerio civil cantando la Oda a la alegría.
Se dice: “la vida no debería doler tanto a tantos”. Sin embargo, por el mismo motivo también podríamos preguntarnos: ¿por qué no deberíamos sufrir más?, ¿a quién o a qué agradecer el sufrir menos pudiendo sufrir más?, si la vida es tan mala ¿por qué tanto aferrarse a ella soportando a veces horribles sufrimientos, antes que preferir la muerte? Aunque responder a tales preguntas nos llevaría muy lejos, sería muy necesario pensarlas.
De todos modos, si las personas viven como ratas porque han aceptado ser ratas, o si las ratas viven como personas, en el supuesto de que no lo fueran, la cuestión –tan metafísica pese a todo- tendría al menos un cierto interés. En efecto, si la identidad personal no existiera como tal, ¿por qué tanto ruido con cualquier peste?, ¿por qué no ver con ojos ecológicos que un nuevo Flautista de Hamelín llevase a las cloacas al ratántropo para desratizar a una especie tan depredadora?, ¿no valdría más un planeta vacío que otro infectado por la voraz ratonería?, ¿a quién dañaría volver a la mierda de la que dicen hemos surgido, o sea, al homo cagans, al cagántropo?, ¿para qué tan colonia si buscamos la salvación por medio del olor a rebaño?, ¿constituiría ese brillante regreso al planeta de los simios la culminación de la evolución de las especies?, ¿a la vista de la involución del homo sapiens al mono sapiens hubiera concluido Darwin su obra con un “paren un momento el planeta, que me bajo”?
Y sin embargo cuantas luces de Navidad-Corruptópolis cuyas calles están llenas de teclas rocas, descompuestas, con la desesperación en los talones, en las cuales la evolución no pudo ir más lejos. Demasiadas verdades, todas mentira. Honras fúnebres pero mentiras póstumas. Cuánto homunculismo.
Por mucho que el filósofo le dé vueltas y más vueltas a su desvencijado magín, en semejantes circunstancias tampoco le resulta fácil explicar por qué algunas ratas humanas aman tanto a sus hijos o hijas, a menos que sea por instinto, pues ¿qué valor afectivo tendría la genética del instinto de la ratita presumida?, ¿no estaríamos exagerando, sobreactuando?
Filósofo
Publicado originalmente en elimparcial.es