La batalla de las mascarillas

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David Felipe Arranz

En este disenso de fin de año saturnal y pagano, el Rey ha pedido consenso y ha apelado a la responsabilidad individual y colectiva ante la COVID-19, que es como pedirle peras al olmo ibérico. De manera que los güelfos y gibelinos patrios se han echado al empedrado, no para felicitarse las Pascuas, sino para reprocharse que llevasen o no la mascarilla, que ha vuelto a dividir a la opinión pública. La caretilla médica tiene algo de disfraz y algunos la reivindicamos, no solo por esquivar al bicho pandémico, sino para evitar verle la expresión o inexpresión facial a alguno, que resulta francamente desagradable. Porque seamos francos: la peste ha traído un incremento de feos bastante preocupante o antes no nos lo parecían tanto, lo que viene a ser lo mismo.

Un equipo científico de la Universidad de Tokio, dirigido por el virólogo Kawaika Yoshihiro, ha llevado a cabo un estudio en el que se demuestra que la mascarilla FFP2 –lo que los negacionistas llaman “bozal”– protege de toses ajenas al que lo lleva entre un 79% y un 90%. Pero lo que no queda claro es si nos defiende del cuñadismo, la política y la turba, ora enfurecida, ora estabulada, siempre dispuesta a aguarnos las “felices fiestas”, que diría el presidente. El Rey ha apelado en su discurso de Nochebuena al “sentido de la historia, grandes acuerdos, generosidad y visión de futuro”, en un ejercicio utópico más grande que el de Tomás Moro, porque con el percal que se gastan sus señorías en el Hemiciclo, es confundir la realidad con el deseo.

Después de la burbuja inmobiliaria, la crisis de Wall Street y el coronavirus nos llega la era de la idiocia, que no es sino el fruto de todo lo anterior y, además, viste mucho, porque exime al personal de responsabilidad: en este estado de enajenamiento mental, todo se perdona, desde aplastar a los niños en la acera mientras se aparca el coche en el cole, a laminar al novio reciente y digital y enterrarlo en el jardín porque “era muy pesao”. Insensatez fue por parte de ministerio y consejerías no cerrar los colegios los últimos tres días antes de las vacaciones, manteniendo a profesores y alumnos en los centros viendo películas Disney y pintando y coloreando a papá, a mamá y a los hermanitos alrededor del árbol. Por supuesto, y como no podía ser de otra manera, ha habido contagios en las aulas y Santa Claus les ha llevado a unos cuantos docentes y niños un saco de dulce cortisona, porque algún cretino decidió que hasta el último minuto había que “coronavizar” la programación didáctica.

Si nuestros políticos impiden consensos para continuar con la mamandurria, alejándonos de la estabilidad política, el personal se va desquiciando, y ejemplo de esto es la polémica de la obligatoriedad del uso de las mascarillas, vistos los estragos que están perpetrando delta y ómicron entre la ciudadanía. Polemizar sobre esto desde la bancada de la oposición es practicar una salud arriesgada y torpísima. La necedad campa a sus anchas en esta Navidad y el español futuro de 2022 solo se plantea ya sobrevivir a la pandemia, al festejo, al Ejecutivo y a la oposición: en esta deshumanización social o colectivización del despropósito, algunos pedimos aquello de virgencita, virgencita, que me quede como estaba.

Publicado originalmente en elimparcial.es