El primero de enero de 1994 se puso en funcionamiento oficial el Tratado de Comercio Libre México-Estados Unidos-Canadá y desde el primer segundo enfrentó objeciones nacionales: un desprendimiento de la vieja guerrilla castrista-socialista derivada de la represión 1951-1981 decretó en enero de 1994 un alzamiento revolucionario para oponerse a esa decisión y declararle la guerra al Estado mexicano para instaurar un gobierno socialista. Y aunque no puso en riesgo la viabilidad del acuerdo, sí dejó marcado con hierro candente el sentimiento nacionalista mexicano frente a lo que ha significado históricamente Estados Unidos y el viejo reclamo de mediados del siglo XIX cuando el imperio en expansión le quitó a México la mitad de su territorio.
Mal que bien, el acuerdo comercial ha funcionado desde entonces y ha beneficiado a México con la posibilidad de multiplicar por diez su comercio exterior, aunque perdiendo la oportunidad mexicana de construir un nuevo modelo de desarrollo industrial y agropecuario, porque la falta de un proyecto económico coherente ha dejado el peso de la relación comercial en productos primarios. Un dato ilustra el fracaso para México del Tratado: de 1993 a 2017, el componente nacional de los productos que exporta México bajó de 59% a 37%, es decir, que la planta industrial mexicana no estuvo a la altura del desafío competitivo.
La decisión de Estados Unidos la semana pasada de anunciar la presentación de conflictos en paneles especiales bilaterales para acusar a México de competencia desleal por el cierre de espacios de participación de empresas extranjeras en áreas productivas que tienen que ver con recursos del Estado es el más grave tropiezo que enfrenta la viabilidad del Tratado de 1993.
El fondo del conflicto se localiza en la decisión mexicana de reformar la ley eléctrica para cerrar espacios a la participación de empresas extranjeras en la producción de ese fluido, bajo el argumento de que la producción de energía eléctrica es un asunto exclusivo del Estado y de la empresa estatal Comisión Federal de Electricidad, una ley, por cierto, que ya fue avalada por la Suprema Corte de Justicia de México. En los últimos meses, la CFE ha cancelado contratos y no ha aprobado nuevos para darle prioridad a la empresa pública, cuya meta es pasar de un dominio del mercado de 46% a 54%.
El litigio específico en materia eléctrica revela en lo general una de las pruebas más importantes para la viabilidad de la globalización mexicana y la integración de un mercado norteamericano con Estados Unidos y Canadá. El atractivo del tratado de 1993 estuvo en la ausencia de empresas mexicanas –por falta de capital, tecnología y funcionalidad– para responder a las necesidades de inversión. Y además se encuentra el hecho de que vendrá después el debate sobre los recursos petroleros mexicanos, una vez que se resuelva los diferendos eléctricos.
Lo que está en juego es la existencia misma de la globalización mexicana que negoció el presidente Carlos Salinas de Gortari en 1991-1993 y que implicó el agotamiento del ciclo de dominio del Estado en la actividad pública y la obligación de México de someterse a las reglas del mercado. El interés estadounidense fue triple: irrumpir con empresas en México, controlar líneas productivas y aprovechar un mercado de 110 millones de personas, pero en el fondo también estuvo el establecimiento de una nueva política económica que terminará con los resabios del nacionalismo revolucionario mexicano.
El tercer punto sigue siendo el más importante en las relaciones México-EU. El nacionalismo histórico mexicano fue siempre un conflicto para la expansión de Estados Unidos hacia el sur del río Bravo. Y las relaciones económicas de resistencia mexicana definieron el marco referencial a la política exterior en grado de seguridad nacional de México. Este dato fue recogido por el embajador estadounidense en 1991 en México, John Dimitri Negroponte, en un memorándum dirigido al Departamento de Estado para apresurar la firma del Tratado como una manera de liquidar los resabios nacionalistas económicos y geopolíticos de México y facilitar la imposición de los enfoques americanos. Negroponte fue uno de los embajadores más estrategas en seguridad nacional de Estados Unidos, inclusive involucrado en aquel escándalo Irancontra cuando Estados Unidos le vendió armas a Irán para usar esos recursos en armas para la contrarrevolución nicaragüense. Por si fuera poco, Negroponte fue designado el primer director de de inteligencia nacional de Estados Unidos después de los ataques terroristas del 9/11 de 2001.
De ahí la importancia de la acusación de EU en paneles del Tratado para obligar a México a cumplir con el enfoque desnacionalizador de las empresas públicas en electricidad y petróleo, pero a partir del hecho de que el presidente López Obrador representa una corriente nacionalista que se nutre del ánimo de 1938 que llevó el entonces presidente Lázaro Cárdenas a expropiar las empresas petroleras extranjeras y darle para siempre el petróleo al Estado.
El otro dato importante para localizar el conflicto en los paneles del Tratado radica en el hecho de que en estos momentos México está en un proceso de definición de la candidatura presidencial del partido Morena que lidera el presidente López Obrador y que el litigio del Tratado pudiera ser un elemento nacionalista para privilegiar un sucesor que consolide la recuperación económica del mercado que ha planteado el proyecto económico del presidente mexicano de preponderancia del Estado y su regreso a la economía productiva.
En este sentido, México ha entrado en una zona de redefinición de la viabilidad del Tratado, con riesgos de llegar inclusive a la suspensión del acuerdo del regreso al aislacionismo, justo en la coyuntura de una nueva ola de gobiernos nacionalistas, populista y de izquierda socialista en América latina y el Caribe. Es decir, México podría estar poniendo en riesgo la hegemonía estadounidense en el continente americano, pero en momentos en que la Casa Blanca está reconstruyendo su liderazgo ideológico, económico, militar y de seguridad nacional en Europa y Asia.
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