Pere Gimferrer al natural y de cuerpo entero, con y sin sombrero

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Diego Medrano

Gimferrer fue durante mucho tiempo personaje, mito y leyenda decadentes: melena grasa de músico y de calvo, el paraguas bendito, la bufanda blanca, el gabán hasta los tobillos y la voz de colibrí hundido en el nido de las pajas calientes. La misma armadura, incluso en agosto, todo aromado por sus gafotas duras, de pasta dura, entre la bohemia y alguna locura eléctrica. Me decía un agente literario hace muchos años: “Si me lo encuentro por la noche, en un callejón oscuro, echo a correr como si no hubiera un mañana”. Confesaba un director de cine famoso: “En los cineclubs barceloneses, antes, bajo una lluvia atroz, solía llegar un taxi desahuciado y era él”. Se lo dijo Brossa en Las Ramblas puras: “Tanta prisa tienes de pasar a la historia, que vas disfrazado de estatua”.

Eloi Grasset publica el mejor libro, ágil y novelesco, certero y sintético, sobre su figura: La trama mortal: Pere Gimferrer y la política de la literatura (1962-1985). Por las fechas que acorta, es el mejor Gimferrer, el de su primera mujer, la pianista María Rosa Caminals, y el de unos libros de plena joyería verbal, el lujo del idioma, la palabra encendida, a partir de Arde el mar y una prosa rápida, como en estado de trance o arrebato, en las insistencias habituales de Gimferrer, obsesiones eternas, mucha más novela que poesía, en contra de lo que pudiera parecer por parte de quien ganaría el Premio Nacional todavía con bozo, mucho más cine que novela, pasión por Hollywood cuando era denostado, maravilloso.

Sorprende ver algo insólito, el Gimferrer agresivo o del zarpazo que yo no conocía: “No dudo que cuando –a veinte años vista- las obras de Antonio Machado o Paul Éluard se hayan desmoronado como montones de chatarra pintarrajeada, Jean Cocteau perdurará en el corazón de cuantos amen la poesía en la vida y la vida en la poesía” (1964). La hoguera eterna de un escritor a tiempo completo, sin pausas ni fatigas ni tiempos muertos: “Todo lo que no sea plantearse ante el mundo, qué digo, ante el propio lenguaje, cada día como por primera vez, y bregar a brazo partido y dominarlo para perderlo de nuevo, e ir más allá si se puede y si no se puede no resignarse a que no se pueda, y dar a las cosas el misterio que encierra su nombre y, en suma, saber que escribir y pintar no será nunca más que querer escribir, más que querer pintar; todo lo que no sea saber que cualquier acto de creación artística se queda en ensayo y no en meta colmada, es esterilidad, postizos y peluca” (1965). El esfuerzo como desafío, la insatisfacción como motor, jamás quedarse quieto porque llega la muerte.

Todo Gimferrer es vanguardia, renueva desde la tradición, no cree en los géneros estancos y todo ese fluir, ese contaminarse de un arte a otro, pintura y palabra, cine y color, es un symploké platónico, una máquina imposible de parar. Un día se lo espetó Juan Luis Panero: “A ti, Pere, te gusta encerrarte siempre en la plaza con un toro diferente, mientras que yo lo hago con el mismo”. Ahí –que no viene en el libro pero quiero destacar- está todo. Otra vez lo dijo él mismo sobre Pla: “¿Tiene algún sentido escribir trescientas mil páginas iguales?”. Gimferrer va contra el estilo, contra la voz, contra toda fosilización de la escritura, contra ese hacer siempre lo mismo que etiqueta pero al mismo tiempo encadena. Él quiere ser muchos escritores en uno y pronto eso lo ven tres maestros decisivos: Aleixandre, Alberti, Pla. Ferlosio decía sobre Cela: “Basta leer un folio suyo para saber, sin ver la firma, que es suyo”. Umbral lo dijo de otro modo: “Todo lo que yo hago es lo mismo. El artículo sería un retal o servilleta, la novela el mantel entero”. Gimferrer va contra eso, repito: ser muchos escritores en uno, conquistar varias voces, no caer en la trampa de la felicidad. No tiene razón Ferlosio, opino, incluso con su mismo ejemplo, el Pascual Duarte y Mazurca para dos muertos o Cristo versus Arizona parece escritos por otro tío. Lo ve cualquiera, no hace falta la menor filología escrupulosa.

Grasset ha escrito un libro que vuela entre los dedos: imposible dejarlo. Dos puntos culminantes son su rechazo a la poesía social (inflexible ante cualquier obra creativa que estuviera instalada en el convencionalismo) y su radiografía del Dietario, que no es tal, sino toda una poética a través de instantes violentos y entusiastas en la vida de un sinfín de creadores, mundo nacido para la prensa, en forma de falsos artículos, escritura nerviosa sobre el agua calma, fresca y alucinada. Otro Gimferer, también en prensa, es el de Tarrasa Información, y sus artículos a la manera de Cahiers du cinéma y Film Ideal, igual de loco y hermético: “Nunca será el cine un arte anquilosado con unos clásicos intocables, con una escala inconmovible de valores y debemos alegrarnos de que así suceda. Mientras el cine subsista bajo el signo de la contradicción, las mutaciones y el apasionamiento, nos quedará la certeza que sigue siendo, sino la más grande, sí la más viva y actual de todas las disciplinas creadoras” (1962). Oh capitán de quince años, agente provocador.

París, cineclubs bajo la lluvia, jóvenes insoportables, Fritz Lang y Nouvelle Vangue, siempre la misma muerte que agita las espuelas: “Mi timidez y mi desfase del mundo exterior contribuyeron a encerrarme de tal modo en la esfera del arte que puedo decir que hasta mis veinte años no vivía para otra cosa” (1970). Luego ya desvirgaría con una puta, como me contó a mí, y a otra cosa mariposa, siempre dentro de lo mismo, porque el arte es siempre eso: hacer lo mismo de forma diferente, en perpetua renovación, donde uno se inmola sin mirar atrás, y el paraguas, el abrigo y la bufanda frenan toda injerencia. Un clásico, el último de nuestras letras, cuya mejor novela es su vida entera, entre la leyenda negra y el mito vivo. Nosferatu, el vampiro negro, para todos ustedes.