¿Qué tal las vacaciones? Cortas muy cortas

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Fernando Muñoz

Para la menguante clase media de los países que llamamos desarrollados, el final del verano es un momento de profunda melancolía. Durante un tiempo breve ese sector de población, que puede permitirse algún viaje y dispone de un período de liberación del trabajo, ha disfrutado de un cambio sustancial en sus rutinas.

Llega el momento, sin embargo, de volver a colocarse el dogal de un trabajo destructivo y entonces se nos nubla el ánimo. En esta sociedad judicializada y medicalizada también se ha dado a esta melancolía un título médico: síndrome postvacacional: “reacción psicológica caracterizada por hastío y cansancio, desencanto, inhibición, anhedonia, tristeza, malestar general, ansiedad, fobia social…” el cuadro es, desde luego, demoledor. Aunque resulte absurda la categorización clínica de un problema histórico y cultural, describe, sin duda, una profunda postración espiritual.

En 1928 Keynes oponía una cierta utopía capitalista a la seducción que difundía la revolución soviética,gracias a su proyecto de liberación del trabajo alienado. La utopía capitalista que dibujaba remitía a un futuro remoto en el que el estándar de vida – una vidaque reducía al consumo – sería entre cuatro y ocho veces el de Estados Unidos en 1928. Keynes nos emplazaba a un siglo de distancia, de suerte que hoy bastarían no más de tres horas diarias de trabajo – un período muy limitado, aunque siempre destructivo – para garantizar la satisfacción de nuestras necesidades, disfrutando de unos estándares de consumo entre cuatro y ocho veces los de su tiempo.

El problema que entonces se vislumbraba procedía de la gestión de un tiempo libre multiplicado, que podría producir – dice Keynes – verdaderas crisis nerviosas en “las esposas de las clases acomodadas”. A decir verdad, el economista esperaba que ese tiempo libre se viera colmado por una actividad que, orientada por principios morales que juzgaba verdaderos, sería capaz de evitar la citada “crisis nerviosa”: “Puedo vernos libres para regresar a algunos de los más seguros y ciertos principios de la religión y de la virtud tradicional: que la avaricia es un vicio, que el ejercicio de la usura es una fechoría y que el amor por el dinero es detestable…” En fin, nos veríamos llevados a un estado que Frank Ramsey llamaba de “felicidad absoluta”.

Dejemos al margen la promesa utópica de la revolución soviética para observar los resultados de la revolución capitalista, aunque expresaré la íntima convicción de que me resultan dos momentos de la misma revolución. Empecemos por la crisis nerviosa, que no parece hoy limitada a las “esposas de las clases acomodadas”. Basta observar la abundancia y diversidad de trastornos que nos aquejan. El más rápido vistazo al curso seguido por el DSM (el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Psíquicos),nos permitirá advertir el florecimiento espectacular de la “crisis nerviosa”.

Una floración invasiva de disfunciones psíquicas que – si seguimos a Keynes – puede juzgarse proporcionada al actual hundimiento de aquellos principios morales, que el economistajuzgaba capaces de colmar la vida de las poblaciones liberadas del yugo del trabajo destructivo. Aquella “felicidad absoluta” se presentahoy como la masiva y neurótica búsqueda de una felicidad cuyos fundamentos morales y culturales han desaparecido. Una felicidad que se aproxima asía un hedonismo primario, bien caracterizado por los grandes profetas – acaso más realistas que Keynes – del liberalismo utilitarista.

Así como la felicidad que hoy perseguimos es la contrafigura de una felicidad verdaderamente fundada en los principios de una vida buena, también nuestro ocio es la sombra negativa de una libertad cumplida en el desarrollo de nuestras competencias y habilidades, en profundo compromiso con nuestros semejantes. Nos hemos convertido en exigentes capataces, expertos en incrementar hasta la extenuación nuestra flexible disposición a un trabajo descualificado y hemos hecho del ocio un aspecto del trabajo. A menudo bajo la horrorosa apariencia de un trabajo falsamente lúdico.

El ocio nos conduce hoy a la agónica situación de Tántalo: siempre sumidos en la carrera angustiosa por satisfacer unos apetitos que son infinitamente reanimados. Losdioses que nos condenan a un deseo infinitamente insatisfecho, diseñan nuestras preferencias individualesy delinean nuestraidentidadson los grandes señores del comercio mundial. Son los que hoy están haciendo inteligentes todas las cosas y se muestran capaces de definir nuestra libertad de elección.

Sonrazones para la melancolía o la desesperación ante las que, pese a todo, caben dos actitudes contrarias: entregarse a esta existencia a la que nos ha conducido la gran revolución o esforzarse por reconstruir doctrinal y prácticamente los principios de una vida buena. Me gustaría saber cuántos somos los convencidos de que la esperanza sólo puede estar del lado de la realidad.

Doctor en Filosofía y Sociología

Publicado originalmente en elimparcial.es