Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
“Las biografías que se escriben sobre mí no me interesan para nada. Mis libros deberían bastar”. Se lo dijo a Frédérique Lebelley, la escritora que le propuso contar su vida y lo hizo en Marguerite Duras o el peso de una pluma. Fantástico y ameno libro que profundiza en todos los recovecos de su singular trayectoria vital. En el mercado existen varias biografías más que hemos consultado —Marguerite Duras de Laura Adler y Marguerite Duras: La pasión suspendida de Leopoldina Palotta— para intentar dar una visión lo más certera posible, aunque no es fácil: existen muchas contradicciones y fechas que no coinciden. Por eso Duras apelaba a “Lo que hay en los libros es más verdadero” y le parecía innecesario ahondar en la vida de los escritores que ella leía.
Este monstruo de las letras tiene la escritura como su lugar de residencia; en ella descansa el peso de las relaciones con su abrupta familia, de su soledad y de sus demonios. Incapaz de estar sin hacer nada, ha escrito de todo. En su larga vida ha sido fiel al alcohol e infiel a los hombres. Si no fuera escritora dice que sería puta.
Entorno familiar
Solo tendrá una referencia adulta: su madre, francesa y maestra. Sin ninguna muestra de cariño y, tras dos hijos, nace en Indochina (1914) Marguerite. Todos tienen una infancia tan arraigada a la selva que no se reconocen en la “raza de los blancos” y hasta escupen la comida francesa. Sienten veneración por esa luchadora incansable a la que han estafado: le han vendido una concesión en la que es imposible recoger la cosecha por las mareas que lo anegan. Siempre en contra de su hija, despreciándola, pero a su vez siendo consciente de que es la única que tiene capacidad para el estudio. No soporta verla escribir, por eso la enfoca hacia las matemáticas, la vía del padre. Marguerite obedece sus deseos, aunque al final abandona las matemáticas y se licencia en derecho. Una vez rica, su madre vuelve a Francia, solo para unirse a su idolatrado hijo mayor y para repudiarla más todavía hasta desheredarla y dejárselo todo al primogénito. Ella vivirá obsesionada con la figura de su madre hasta el fin de sus días.
En 1931, con diecisiete años, Marguerite emigra a Francia, a Duras (Dordoña), la tierra de su padre. Este, enfermo, abandona Indochina para unirse a sus otros dos hijos, con quienes vivirá tres años más. En su tumba descubre que él murió el mismo día en que ella cumplió los siete años, entonces desprecia su apellido Donnadieu y lo cambia por Duras (en lengua occitana, “fortaleza en este lugar”).
Pierre, el hijo mayor, es y será siempre el predilecto de su madre. Con quince años, lo manda a la Dordoña, al cuidado del párroco. Durante su vida será un hijo tiránico, que juega y malgasta todo lo que le da su madre y todo lo que le roba a Marguerite. Maltrata a su hermana verbal y físicamente. Es un ser que ni en la guerra está dispuesto a privarse de nada.
Paul es su querido hermano menor, el que la trata bien y de quien no se separa en la selva. Por eso le ama como a un novio, a un hijo, a un amor prohibido. Es el único hombre en su vida durante muchos años y vive aterrorizada ante el miedo de perderlo. A pesar de la distancia, cuando en 1943 recibe de Saigón un telegrama (bronconeumonía mal curada por falta de medicamentos), aprende que se puede estar muerto y no morir por ello.
Hombres
Quizá su relación con ellos esté condicionada por la sensación de culpabilidad que le crea su madre cuando a sus cuatro años le cuenta sus juegos con un joven vietnamita de once. A partir de entonces no le queda otra que mentirle y mentirse a sí misma, diciendo que sería incapaz de que un amarillo la tocase. Este fue Lê (hijo de una familia riquísima de mandarines), su primer amante a los dieciséis; la familia a la vez que la desprecia, sobrevive del dinero de él.
A Robert Antelme, su marido en 1939, lo conoció en la universidad. Sus infidelidades harán que él decida separarse unos meses antes de nacer su primer hijo. Pero este nace muerto. Entonces conoce a Dionys. Los tres resultarán inseparables, militan juntos en el partido comunista y forman parte de la resistencia francesa durante la ocupación nazi de París. Todo lo que sufrió lo escribió en diarios que vieron la luz cuarenta años más tarde, 1985, en El dolor. Dionys será el padre de su único hijo (1947): Jean Mascolo, más conocido por su apodo, Outa, quien se especializó en fotografiarla.
Posteriormente, se unió a Gérard Jarlot, nueve años más joven que ella. Tienen en común la adoración por el otro sexo y la escritura. En Moderato cantabile (1958) relata la aventura destructora con él. Le ayuda a comprender que ningún amor en el mundo reemplaza al Amor. Él, a su vez, gracias a ella consigue el premio Médicis.
Ninguno de estos hombres le aportó la paz esperada ni la liberó del amor de su hermano hasta el último, Yann Andréa. Se conocen a los sesenta y seis años de ella y a los veintisiete de él. Habla de Yann y habla de Paul. De repente comprende que había sido un amor muy grande. Y aquí acaba su interminable agonía. Mejor dicho, en El amante (1984). Con este obtuvo el prestigioso premio Goncourt de las letras francesas (anteriormente nominada con Un dique contra el Pacífico (1956).
Alcohol
“Si no hubiera escrito, me habría convertido en una incurable del alcohol”. A partir de sus cuarenta, ocupa su cuerpo. Los médicos la asustan y se desintoxica varias veces. La eventualidad de su muerte la deja indiferente; la de sus allegados, la destroza, así como las enfermedades de los demás. “Cuando muera, moriré casi a cero puesto que lo esencial de lo que me define ya no estará dentro de mí.” En 1988 pasa cinco meses en estado de coma. Tras una traqueotomía, por un enfisema pulmonar, y tras nueve meses de hospitalización, perdura. Parece que su gata negra, Ramona, “mi amiga, mi hermana, mi amor”, le transmite ese apego a la vida. De beber lamenta la decadencia física que le produce, porque la escritura no se resiente. Fue la más longeva de la familia, dejó de escribir a los 82 años, en 1996.
Escritura
Marguerite acata los deseos de su madre, para quien escribir es algo que no se hace. Afortunadamente desoye sus palabras, quizá porque la escritura, además de ser sagrada para ella, es lo que le da armas para luchar contra sus propios demonios.
Jamás prevé un libro. Siempre está apasionadamente enamorada del último y siempre dispuesta a reescribirlo. Tiende a conservar los errores; constituyen materia viva, según ella. Sin embargo, muchos años más tarde, los retoca; acaba convirtiéndose en un lector de sus propias obras y extasiándose, puesto que con frecuencia olvida lo que ha escrito. No concibe escribir sin abismarse en la escritura; significa algo así como una experiencia límite: “Hay que tratar de encontrar la muerte escribiendo; si no es así no vale la pena hacerlo”. En el inicio de un libro casi siempre hay un nombre, una palabra, un lugar que conserva en la mente y que se instala hasta que surge la frase.
“No hace falta que vuelva. La solución para usted es escribir”, le corrobora el psicoanalista, tras un periodo en el que llega a cuestionar el sentido de los libros. Venturosamente la escritura le sirve para quitarse de encima el maltrato de Pierre; sobre el papel, su hermano mayor está a su merced. Crea un libro escrito en su honor, Un dique contra el Pacífico y también en el de su madre; si bien la madre no comprende el homenaje que le tributa, quizá porque aparece su muerte en la novela. Y sobre ese vínculo, indefinible, que une a su madre y a su hermano escribe también Días enteros en las ramas (1970).
Con El Vicecónsul (1965) —el trabajo más difícil de su vida: empleó tres años en escribirlo—, exteriorizó por fin la relación con su primer amante, y se sacudió así su pasado. Se siente con la facultad, casi divina, de poder corregirlo mediante la creación literaria. Para ella nada es más real que los seres y lugares que imagina, los contempla encantada de saber que nadie, jamás, los conocerá como ella. Siente por sus personajes pasiones violentas. Incluso se obsesiona con ellos, por eso están presentes en más de una novela, hasta que los recupera y los destruye: Lol V Stein, Anne-Marie Stretter…
Materializó su escritura en otros formatos: artículos, obras dramáticas y guiones. Acepta escribir artículos en los periódicos, pero en el fondo se asemejan a sus libros. Escribe sobre lo que le llama la atención, sin ningún afán por sacar conclusiones. En una revista, se oculta bajo seudónimo queriendo ser discreta, y consigue que no la descubran. Y al teatro llega por su estilo de narración, a veces muy cercano al género dramático, puesto que abundan los diálogos; se la considera maestra de ellos.
Entra en el mundo del cine porque todas las películas adaptadas a partir de sus libros la aterran; trata de realizar ella misma lo que le gustaría ver en las pantallas. Por supuesto, contempla el cine como un soporte de la escritura, donde el texto es la estrella. No extrae la conclusión de que la imagen es superior. Se define como la escritora que se dedica al cine. La novedad estribará en el hecho de escribir los libros sobre imágenes y en que ofrece las imágenes fundidas en lo muy oscuro o en lo muy claro. Es partidaria de no desplazar lejos y con grandes gastos a todo un equipo cuando sabe que se puede filmar en todas partes. Así su película más galardonada, India Song (1975), fue rodada en el distrito XVI de París.
En su libro Escribir (1993) teoriza sobre el oficio: “Nunca descubriré por qué se escribe ni cómo no se escribe. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”. Reprocha a los libros en general que estén fabricados, organizados, reglamentados. “Son libros de un día, de entretenimiento, de viaje, no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda una vida, el lugar común de todo pensamiento”.
Es aquí donde afirma: “No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos”. Y también: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos”. Esa contradicción la persiguió: “Ya no puedo escribir sobre esto y sin embargo escribo. Debiera existir una escritura de lo no escrito. Un día existirá. Una escritura breve, sin gramática, una escritura de palabras solas”. Esto lo dice recordando la muerte de su hermano menor que murió sin sepultura, y el mero hecho de pensar en ello le resulta tan atroz que no lo puede soportar.
A lo largo de su extensa vida —fundida con su obra compuesta por más de setenta textos y diecinueve películas—, sufrió penurias económicas solventadas por las numerosas traducciones: vivió durante diez años de los derechos de autor que le llegaban de Alemania y después de Inglaterra. La voz de Duras es especial: no solo las frases, los personajes también aparecen desestructurados, así como el tiempo en sus textos. A menudo, la ambigüedad está presente. La propia existencia humana, el amor, el deseo, la espera, la feminidad, el olvido, el sufrimiento, la muerte, la eternidad… son temas tan recurrentes que hasta se podría hablar de que todos sus libros forman un único libro.
“Dicen de mí que soy narcisista. Pues digo que sí. Mido un metro cincuenta y soy universal. ¿Será porque soy universal por lo que mis libros se venden?”. Esta pequeña gran mujer inconformista, luchadora, contradictoria, generosa e inigualable no ha tenido vida al margen de la escritura. “Jamás he conocido a alguien sin plantearme esta pregunta: cuando la gente no escribe, ¿qué hace?”.