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La novela experimental de Zola

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 Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz

El realismo literario aparece en Francia a mediados del siglo XIX, como reacción a los excesos del Romanticismo precedente, circunscrito a la presentación de mundos fantásticos, países exóticos y tiempos pasados. El idealismo romántico ha perdido fuerza y la sociedad francesa se deja seducir por el racionalismo que Descartes (1596-1650) había enunciado en el siglo XVII. La clase media surgida a partir de la Revolución Francesa se interesa ahora por una literatura que refleje la actualidad de la vida circundante y se haga eco de los conflictos sociales que la industrialización está provocando en Europa, sobre todo, con la aparición de las nuevas organizaciones obreras a partir de la Revolución de 1848. Ese mismo año, Marx y Engels publican El Manifiesto, que sacude la conciencia de la clase obrera y de buena parte de la intelectualidad.

La novela es el género preferido para describir las preocupaciones de la burguesía que defiende un nuevo modelo de vida, en el cual el progreso y los descubrimientos científicos poseen la máxima prioridad. El auge de las ciencias, el avance de la medicina y los albores de la psicología facilitan la renovación de los motivos literarios y se prestan a la creación de personajes sugestivos acordes a la nueva realidad. La lectura se generaliza gracias al desarrollo de la prensa periódica que ofrece entregas coleccionables de folletines muy del gusto de todas las clases sociales.

La nueva corriente se impone en toda Europa. En España, el éxito tardó en llegar. La sociedad tradicional miraba con recelo los cambios revolucionarios y las innovaciones científicas y filosóficas. Solo a partir de la Revolución de 1868 (La Gloriosa), se afianzan las ideas liberales y aparece una pléyade de escritores que cultivaron el género con notable solvencia, entre los que destacan Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Valera y Blasco Ibáñez.

Pero es en Francia donde adquiere el máximo esplendorStendhal, Balzac y Flaubert son sus intérpretes más conocidos, a los que se incorpora más adelante la figura poderosa de Zola (1840-1902), defendiendo un nuevo estilo literario. Proponía intensificar los principios de realismo, adoptando la visión determinista del evolucionismo y la genética mendeliana que predice la conducta de los individuos en función de su ascendencia. El ser humano no es libre, ya que está condicionado por su herencia biológica y su entorno. Bajo esos presupuestos, el escritor trata de descubrir las leyes que rigen su comportamiento, y lo hace aplicando los métodos de la ciencia experimental, que tanto éxito había obtenido en otros campos del saber.

Es difícil entender el Naturalismo sin conocer el contexto cultural e ideológico que existía en Francia en la segunda mitad del siglo XIX. El positivismo de Comte (1797-1958) —que solo considera conocimiento verdadero al que proviene del hecho experimental— había arraigado con fuerza en la mentalidad más o menos ilustrada de la época. Este concepto había sido llevado al campo de la ciencia con notable éxito y el sueño mesiánico de dominar la naturaleza asomaba como una posibilidad cercana.

La fe en la ciencia desencadenó en Francia —y luego en todo Europa— un entusiasmo sin precedente y, al mismo tiempo, enconadas discusiones, que trascendieron el ámbito intelectual y llegaron a todas las capas de la sociedad. También a Zola, que abrazó con ardor la teoría cientifista. Al anhelo de observar y pintar la realidad, sucede el deseo de comprenderla y explicarla, para lo cual nada mejor que el experimento científico. En esto se basa el Naturalismo literario que, como doctrina completa y coherente, se debe exclusivamente a Zola, que inició su discurso en el prólogo a la segunda edición de Thérèse_Raquin (1868) y, más tarde, lo desarrolló en Le roman expérimental (1880).

Zola comienza su ensayo con estas palabras: “En mis estudios literarios, he hablado a menudo del método experimental aplicado a la novela y al drama. Es cierto que la idea de que la literatura esté dominada por la ciencia ha sorprendido a mucha gente. Por eso, me parece conveniente explicar con claridad lo que yo entiendo por novela experimental”. Para ello, se va a servir del libro Introducción al estudio de la medicina experimental, escrito por Claude Bernard (1813-1878) un erudito cuya autoridad nadie discutía, que luchó para hacer de la medicina una ciencia, a pesar de que, a los ojos de la mayoría, no dejaba de ser más que un arte, como la novela.

Pero antes, plantea las diferencias que existen entre las ciencias de la observación y las ciencias de la experimentación. Llega a la conclusión de que la experiencia es básicamente solo una observación provocada: «En el método experimental, la búsqueda de los hechos, es decir la investigación, va siempre acompañada de un razonamiento, ya que el experimentador ejecuta el experimento para comprobar o verificar el valor de una idea preconcebida, con lo cual, podemos afirmar que el experimento es una observación provocada con el propósito de controlar el resultado«. En resumen, podríamos decir que la observación muestra, mientras que la experiencia instruye.

En la medicina, el objetivo del método experimental consiste en estudiar los fenómenos para conocer las leyes que los rigen, con el fin de preverlos y dirigirlos. Y pone un ejemplo: No basta con que el médico sepa que la quinina reduce la fiebre; lo que importa es saber qué es la fiebre y cuál es la causa que la produce. En el momento en que lo sepa, ya no será una curación empírica, sino una curación científica. Es lo que ocurrió con la sarna: al ser conocida la causa que la produce, la enfermedad se cura siempre, sin excepción.

Zola pretende demostrar que el método experimental es válido para la ficción literaria. Puesto que la medicina, que era un arte, se convierte en ciencia, ¿por qué no ha de suceder lo mismo con la literatura? Al final, el terreno es el mismo: el cuerpo humano; en el primero caso, el de sus órganos fisiológicos; en el segundo, en el de los fenómenos cerebrales y sensuales, tanto en su estado sano como en el mórbido.

Percibe que el novelista posee las dos facetas: El observador describe los hechos tal como los ha observado, define el punto de partida, establece el espacio en el cual se van a mover los personajes y se van a desarrollar los fenómenos. Entonces, aparece el experimentador y, basándose en la experiencia, hace que los personajes se muevan en una determinada dirección, para demostrar que la sucesión de los hechos está determinada por las circunstancias que preceden.

Pone como ejemplo la figura del barón Hulot, en La prima Bette, de Balzac (1799-1850). El hecho observado por Balzac es el caos que el temperamento amoroso de un hombre trae a su hogar, a su familia y a la sociedad. Al elegir ese tema, parte de unos hechos observados, pero luego se vale de la experiencia sometiendo a Hulot a una serie de pruebas, haciéndolo recorrer ciertos círculos, para revelar el funcionamiento del mecanismo de su pasión. El desenlace no podría ser otro más que una familia entera destruida y un drama para todos sus miembros, como consecuencia del temperamento amoroso de Hulot. Es evidente que aquí no solo hay observación, hay también experimentación.

A pesar de su entusiasmo, Zola reconoce que el novelista se enfrenta a un problema serio. A diferencia de otros ramos de la ciencia, el estudio de la psicología humana no está todavía desarrollado, de forma que no es posible saber a ciencia cierta qué efecto produce una pasión, surgida en un determinado ambiente, tanto en el plano individual como en el conjunto de la sociedad. Pero eso es debido a que la novela experimental es más joven que la medicina experimental. En ese sentido, aparece como un proyecto factible a medio plazo en el que solo es posible exponer el método. Pero es innegable que la novela naturalista, tal y como él la entiende, es un experimento verdadero que el novelista hace con el hombre, apoyándose en la observación. Si el experimentador es el juez instructor de la naturaleza, el novelista es el juez instructor del hombre y de sus pasiones.

Esto es lo que constituye la novela experimental: comprender el mecanismo que regula el comportamiento del hombre y mostrar la forma en que se manifiesta, bajo las influencias de la herencia y del medio social que lo rodea; luego describir el efecto recíproco que surge entre la sociedad y el individuo. Y finalmente, comparar cómo se comportaría el hombre que vive aislado y el que vive en sociedad. La novela experimental se apoya pues en la ciencia; es la literatura que corresponde a la era científica del momento, de la misma manera que la literatura clásica y romántica corresponden a las eras de la

Entre otras cosas, a Zola se le acusó de ser un renovador. Él se defiende diciendo que no está aportando nada nuevo, que simplemente intenta aplicar el método científico —inventado hacía tiempo— a sus novelas: “El naturalismo no es una fantasía personal mía; es la aplicación de un criterio científico que solo reconoce el valor de los hechos, frente a la interpretación subjetiva del individuo. Se trata de adaptar la teoría a los dictados de la naturaleza y no al revés. No es por tanto una doctrina, sino un método científico que fomenta la libertad de pensamiento. No hay orgullo ni jactancia; al revés, el experimentador comete acto de humildad al negar su propio conocimiento y someterse a la autoridad de la experiencia y las leyes de la naturaleza. Por eso, el naturalismo carece de filósofos brillantes, solo posee trabajadores más o menos dinámicos”.

Aun así, Zola admite que el hombre no puede escapar a la curiosidad que le impulsa a conocer la esencia de las cosas. No cabe duda de que la filosofía provoca la inspiración para aprehender lo desconocido, mantiene la controversia en las regiones más elevadas y proporciona al pensamiento científico un rigor que lo vivifica y lo ennoblece. Pero no hay que pasar de ahí; al final, los principios filosóficos no son más que pura poesía. “Para nosotros, los novelistas experimentales, que apenas hemos salido del estado larvario, las hipótesis son fatales”, remata Zola en su opúsculo.

Es por eso que el novelista experimental puede solo arriesgar conjeturas sobre las leyes de la herencia y sobre la influencia del medio en la conducta humana, siempre que respete lo que la ciencia ha descubierto hasta ese momento, ¿Qué pasaría si un poeta adoptara la vieja creencia de que el Sol gira alrededor de la Tierra? Solo los profetas se atreven a cuestionar las nociones más elementales de la ciencia, misión delicada hoy en día, en que la gente ha perdido la fe. El hombre metafísico ha muerto; ha sido sustituido por el hombre psicológico. El método experimental, tanto en las ciencias como en las letras, se ocupa de reflexionar sobre los fenómenos naturales, individuales y sociales, mientras que la metafísica solo alcanza a ofrecer explicaciones irracionales y sobrenaturales.

El Naturalismo de Zola no deja de ser un intento de meter la literatura en el campo de la ciencia, una pretensión que hoy nos parece un tanto ingenua, un sueño de época, expresión del deseo de “una construcción fantasmática de la teoría del relato”, (Henri Mitterand, Zola et le Naturalisme). Su discurso se compone de una serie de sospechas difícilmente comprobables, que se aparta de la noción de novela como obra de ficción, producto de la imaginación del autor, destinado a “deleitar enseñando”, según la definición que nos legó Horacio en su Arte Poética en el siglo I.

Sin embargo, su producción literaria no es una aplicación fiel de su reflexión especulativa y está libre de las incoherencias que contiene. Zola es uno de los más grandes escritores del siglo XIX, aunque su extensa obra sea poco conocida. Sigue la estela de la escuela realista, pero intensifica su visión de la realidad incorporando el factor determinista, que condiciona el libre albedrío del hombre a su herencia genética y al entorno en que se ha criado.

Apoyado en Claude Bernard, Zola afirma que la libertad de los cuerpos vivos no se opone al uso de la experimentación y, por tanto, existe un determinismo absoluto en las condiciones de existencia de los fenómenos naturales, tanto para los cuerpos vivos como para los inanimados. Él llama «determinismo» a la causa que determina la aparición de tales fenómenos. El objetivo del método experimental consiste pues en encontrar las relaciones que unen cualquier fenómeno a su causa próxima, o, en otras palabras, determinar las condiciones necesarias para que tal fenómeno se manifieste. La ciencia experimental no debería preocuparse por el porqué de las cosas, sino simplemente por el cómo.

La saga de Los Rougon-Macquart es quizá el libro que mejor refleja ese determinismo fisiológico que condena a los sucesores a padecer las taras de sus progenitores. Consta de veinte novelas escritas entre 1870 y 1893, en las que relata la desdichada vida de los descendientes de una familia en el Segundo Imperio, marcados por su origen: la locura incipiente de la primera dama, que termina en el manicomio tras la muerte de su nieto; la ambición de su primero marido, cuyo único hijo le despoja de todos sus bienes; y el alcoholismo del segundo, un contrabandista perezoso, con el que tiene dos hijos.

Los temas de sus novelas son siempre extremos: ambientes sórdidos, personajes deleznables lacrados por el vicio o entregados a sus pasiones más viles. Su intención es descubrir lo más abyecto de la sociedad, sin esconder nada; no como fin en sí mismo, sino para que sea corregido. Germinal quizá es una de sus mejores novelas, junto a La Taberna y Nana. En ella, relata con maestría la existencia miserable en un poblado minero en el Norte de Francia, en el que varias generaciones malviven sin poder escapar a su destino: hombres y mujeres analfabetos, resignados a trabajar diez horas al día, a seiscientos metros de profundidad, con salarios despreciables, desde los diez años hasta el día de su muerte, casi siempre prematura. La escena se repite inexorablemente en cada generación: un hijo en la escombrera a los quince años, un matrimonio no deseado y una familia numerosa para criar hijos que aseguren la fuerza de trabajo en la explotación carbonera, mientras el hombre se emborracha en la taberna y la mujer sufre el azote. Un cántico lamentoso de gran belleza sobre la explotación humana que sirvió para crearle adeptos incondicionales y enemigos poderosos e irreconciliables.

En España, la influencia de Zola fue escasa; solo Emilia Pardo Bazán, Galdós y Blasco Ibáñez lo ensayaron, aunque con limitaciones. Los escritores realistas no terminaron de asimilar el determinismo materialista, ni entendieron cómo aplicar el método científico a la producción de una novela. Su gran valedora fue la escritora gallega, a la que sus enemigos calificaron de sectaria naturalista. En 1882, escribió una serie de artículos en La Época, —recogidos más tarde en un libro publicado bajo el título La cuestión palpitante—, en los que analizaba la naturaleza del mensaje de Zola, señalando “el abismo que media entre mis ideas filosóficas y religiosas y las suyas”. Pero de nada le sirvió, ya que las duras críticas siguieron acosándola, aunque quizá más por defender los derechos de la mujer que por practicar un determinismo moderado como el que se aprecia en sus dos grandes obras: La Tribuna (1882) y Los pazos de Ulloa (1886).

Si algo caracterizó la vida de Zola fue la controversia. Admirado por unos y odiado por otros, su obra y sus opiniones fueron objeto de enconados debates. Fue un hombre valiente para defender la verdad. En el caso Dreyfus —un juicio que había polarizado la sociedad francesa en dos bandos opuestos—, se posicionó en defensa de Alfred Dreyfus, un militar de origen judío-alsaciano que había sido acusado injustamente de espionaje (fue absuelto en 1906). En 1898, escribió en el periódico L’Aurore un artículo bajo el título Yo acuso, en el que, con argumentos contundentes, denuncia el antisemitismo de un núcleo influyente de la sociedad francesa alentado por una prensa sumisa a los intereses del poder.

Por ello, Zola fue acusado de difamación y condenado a un año de cárcel, amén de pagar una cuantiosa multa. Pero antes de conocer la sentencia, se exilió a Londres y solo pudo volver al año siguiente, cuando se demostró su inocencia. La muerte le sorprendió en la bañera el 29 de septiembre de 1902. Aparentemente, se había asfixiado por un escape de la chimenea, pero muchos creyeron que había sido asesinado.