David Felipe Arranz
La jubilación según nos indica su étimo latino, “iubilatio”, es motivo de alegría para cualquiera, especialmente desde que los judíos celebraban la fiesta del Yobel, consistente en celebrar el medio siglo por todo lo alto como si de una segunda juventud se tratase. De hecho, los próceres de la publicidad, que saben mucho de engañar a la gente, dicen verdad a veces, como cuando se lee aquello de que los cincuenta son los nuevos cuarenta y otros eslóganes privados del consumo público, pero destierran a los mayores de sus anuncios por poco sexis. De manera que es un cachondeo todo
El ministro de Inclusión y Seguridad Social Escrivá ha matizado su mensaje de que todo el mundo debería mentalizarse como en la vieja Europa –por eso es senecta, entre otras cosas–de que habría que ir pensando en jubilarse a los 75, y que eso de retirarse anticipadamente del curro no iba con los vientos que soplan en el continente. La vejez es ese consumirse y acabarse que nos crece por el cuerpo sin darnos cuenta, y en el fondo de este debate late el miedo a la enfermedad, la decrepitud, la muerte, a la que romanos y hebreos, a lo que se ve, no le tenían ningún especial respeto ni les ocasionaba traumas como los de hoy, cuando todos quieren ser Peter Pan.
Delibes escribió un libro delicioso con el que cerró la trilogía de Lorenzo y que lleva por título Diario de un jubilado (1995), sobre su ya conocido alter-ego que, una vez llega a la edad de jubilación, acepta un “empleo” más que curioso: el de acompañar a un vetusto y redicho poeta castellano, don Tadeo Piera, que es un verdadero plasta con dificultades para moverse, obsesionado con obtener el Premio Nobel. De manera que, salvo por la alegría de ver reverdecer los brotes amorosos, Lorenzo se encuentra de nuevo sojuzgado a otro “pagador”. Manuel Vilas, en la reciente Los besos, profundiza en esto de la pasión pasados los sesenta, porque nos presenta a un profesor jubilado que se enamora de una mujer a la que saca quince años; Vilas ha dicho que le inspiró una frase de Casablanca: “el mundo se está derrumbando y nosotros nos enamoramos”, que resume muy bien un estado de cosas en la vida jubilar.
La vejez es algo que le sobreviene a uno sin darse cuenta, insistimos, pero no sabemos por qué ni de dónde, porque nos gusta tenerlo todo controlado. Igual que ese tope de pensión máxima que han fijado unos señores en el Gobierno, que tampoco sabemos a santo de qué ni cuándo, al igual que la “edad oficial” de jubilación, que está hoy en los 66 años y mañana vaya usted a saber. La hoguera de la vida en que nos quemamos se aviene mal a las cifras y a las letras de unos señores que firmaron un Pacto en Toledo y que en su duodécima recomendación dicen que “la edad efectiva del mercado de trabajo debe aproximarse tanto como sea posible a la edad ordinaria de jubilación legalmente establecida”; pues igual no, señor ministro, porque también el descanso activo, sobrevenidos y sobrellevados ya todos los desbordamientos de la vida, puede llegarnos antes que después o más tarde de cuando usted lo diga. Porque un día se sale a trabajar y se vuelve a casa jubilado, pero con muchas ganas de fiesta en el cuerpo… o ninguna, según la experiencia del “andóbal”, que diría el Lorenzo de Delibes. Por ejemplo.
Filólogo y periodista
Publicado originalmente en elimparcial.es