Fernando Muñoz
Un vistazo sumarísimo a la barahúnda de las redes sociales o a la aparentemente más reposada información que ofrecen los viejos medios de comunicación nos convencerá de nuestra situación agónica, de nuestra vida al borde del abismo, del ocaso de la historia y el final de los tiempos que amenaza con arrojarnos a una noche sin mañana. Crisis energética, colapso ecológico, delincuencia indeterminada, hecatombes y pandemias, riesgo aleatorio de un terrorismo capilar y difuso, miscelánea de trastornos psicológicos en una floración de diversidad aterradora, alarmante incremento de la tasa de suicidios…
La exposición constante a esta sobreestimulación de alarmas y desastres acaba inhibiendo la respuesta y el pánico se expresa únicamente como una mueca, desesperada sí, pero efímera y sin consecuencia aparente. El efecto de esta llamada del fin del mundo, de este rebato de hundimiento, no es el terror masivo que lleva muchedumbres a las calles, sino un estupor creciente que se deja ver en el rostro del prójimo en la curva que traza el hastío en la comisura de los labios, en un poso de verdín a la altura del lacrimal o en el fondo estancado del acuoso.
Cerrados sobre nosotros mismos, con la boca cubierta y sin miramos a los ojos, no advertimos estos indicios. Podrían atisbarse signos semejantes en la textura de la piel y el movimiento de las manos, en la cadencia de nuestro paso o el timbre de la voz, pero generalmente no los vemos. Sólo algunos los ven: los dotados de una percepción sutil o bendecidos por una redentora capacidad de atención. Son los que supieron separarse del efecto desolador de las pantallas y se sobrepusieron tanto a la fascinación del horror, cuanto a la seducción de las novedades. El egoísmo hermético es efecto de una ruptura del hilo de atención que nos mantuvo unidos al mundo y al prójimo. Atónito por el horror y fascinado por la novedad, pendiente únicamente de sí mismo, tal es el sujeto del nuevo orden que presentan como “nueva normalidad”.
El elemento más profundo de esta publicitada catástrofe diaria tiene una naturaleza sutil: hemos olvidado que nos debemos unos a otros. Cautivos de nuestra autonomía, soberbios señores de nuestra libertad, hemos reducido el mundo al estrecho radio de una atención cautiva, hace tiempo expropiada, hace tiempo parcelada y subastada en el saldo del comercio universal y atónita hoy ante la hecatombe declarada. Fijados a las pantallas, llevados por el vaivén vertiginoso de sus señales, vivimos engañados cuando señalamos a nuestro pecho como lugar de una soberanía que perdimos hace tiempo. Ahí dentro queda únicamente un delicado receptor a la espera de la mínima señal emitida por el gran ojo del comercio, el mismo ojo que nos educa en la recta opinión y se ha propuesto corregir todo desvío para el año 2030. Y son los voceros de la emancipación, con sus énfasis teatrales y sus invectivas proféticas, los defensores de una vigilancia capaz de asfixiar toda resistencia, son los propagadores del terror y caudillos del progreso que van a abolir la prostitución, el hambre y la tristeza.
Pese a su potencia aparente creo que el programa del gran progreso puede ser vencido. Ésta es la buena noticia que conocen los que han hallado en un gesto humilde la fuerza capaz de detener el avance sobre nosotros del progreso apocalíptico. En efecto, la atmósfera deletérea y morbosa que encierra al sujeto en sí mismo se desvanece cuando logras salir de ti y prestar atención al mundo y al prójimo. Si escapamos de la seducción de la novedad y del miedo al gran final, si rompemos el encanto y el espanto, brotará de nuevo el asombro.
Una larga tradición conoce la clave que expresa con exactitud Simone Weil: “Hay algo en nuestra alma que repele la verdadera atención con mucha más violencia que la carne repele el cansancio. Este algo está mucho más cerca del mal que la carne. Por eso, cuando uno presta realmente atención, destruye el mal en sí mismo.”
Recuperar la atención es salir de sí, abriendo los ojos al mundo y al prójimo. El primer paso consiste en desprenderse del falso brillo que irradian las pantallas. Esto alejará de nosotros la sugestiva atmósfera de catástrofe y la seductora atracción de las novedades.
Más allá de este primer paso negativo, que pide deshacerse de ese mediador luminoso para acceder directamente al mundo, aquella vieja tradición conocía un método para encontrar la salida. Ese método está – hoy por hoy – muy lejos de nosotros, pero no hay que desesperar: no es imposible que recuperemos el hilo que conduce fuera del reino ilusorio de nuestro yo, tan ridículamente majestuoso.
Doctor en Filosofía y Sociología
Publicado originalmente en elimparcial.es