El anciano se deja acariciar las mejillas y agradece a la noche aquel soplo de vida. Como raíz de viento avanza callado a esa cita tantas veces postergada. Camina como un equilibrista por la empinada pendiente que lo devuelve a aquella aldea de la que salió hace inmemoriales años.
El viaje parece interminable, pero conoce cada piedra, se escurre entre la maleza que parece inclinarse ante él. Se detiene un momento para deleitarse ante el viejo roble.
Ya casi al despuntar el alba llega a la calle y sigiloso entra en la vieja casona, posa sus labios sin color en la frente de aquella niña de 70 otoños. Ella despierta suavemente al sentir el roce y descubre unos ojos perdidos hace muchos años, unos ojos que sonríen al mirarla. La vieja niña toma la mano de su padre. El silencio desvanece las sombras.
Amanece.
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