Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa; Paisajes después de la batalla, de Juan Goitysolo; Historia abreviada de la literatura portátil, de Enrique Vila-Matas; El salón de los pasos perdidos, de Andrés Trapiello; Mi lucha, de Karl Ove Knausgård; Lección de anatomía, de Marta Sanz; Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente; Un ojo de cristal, de Miren Agur Meabe… Todas estas obras, que pertenecen a diferentes épocas, tienen en común que se pueden enmarcar dentro de lo que se conoce como autoficción, una palabra compuesta de `auto-´, que significa propio o por uno mismo, y de `ficción’, acción y efecto de fingir / invención, cosa fingida.
La unión crea una paradoja que, en boca de distintos autores, se ha expresado de diversas maneras: hacer ficción de la propia identidad, utilizar la realidad de uno mismo como inspiración para escribir, explorar el yo para reconstruir una identidad, usar la propia vida como materia de ficción, compartir lo privado moviéndolo hacia el plano poético, manipular lo autobiográfico para escribir una novela, buscarse a uno mismo en el hecho literario, ficcionalizar la realidad de uno mismo para resultar más auténtica…
Parece fácil pensar que ya existe un género, el autobiográfico, que debería ser suficiente para hablar del yo. Pero ¿por qué no lo es?, ¿es necesario superar las barreras de ese género? Algunos piensan que se ha quedado obsoleto por previsible, en cuanto a los temas, y estereotipado y grandilocuente, en cuanto al lenguaje utilizado.
Así que la autoficción habría venido a enriquecer las posibilidades de aquella otorgándole además una categoría literaria, que en muchas ocasiones se pone en tela de juicio, y restándole cierto exhibicionismo o narcisismo del que le acusan. Pero plantea otros problemas. Al hablar de uno mismo, es inevitable mencionar a las personas que te rodean y por tanto hacer pública la intimidad de los tuyos. Esto es lo que sucedió con la obra de Ove Knausgard, que vino a revolucionar el mundo literario con La muerte del padre, primer volumen de un ciclo novelístico muy ambicioso, por sus seis volúmenes, y en cierta manera provocador, por su título Mi lucha. ¿Es ético entregar al mundo las vidas de los otros?
Definición y origen
“Ficción de acontecimientos y hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción” Así es como acuñó el término Doubrovsky en 1977, en la contraportada de su libro Fils. En este hay claras alusiones a su experiencia vital, tales como el nombre del narrador-protagonista, menciones a su infancia, a su trabajo como profesor y a su complicada vida familiar, por lo que podemos colegir que el vínculo autobiográfico subyace en su definición.
Philippe Lejeune en su Pacto autobiográfico, define a la autobiografía como “relato que una persona real hace de su propia existencia”; dicho de otra forma: yo, autor y narrador de esta historia, afirmo la veracidad de todo lo narrado. En la autoficción, sin embargo, el autor no deja claro si lo que escribe es real o no; primero, porque en muchas ocasiones intenta esconder su nombre detrás de un “yo” o unas iniciales poco claras, confundiendo al lector como si eso fuera parte de un juego literario al mejor estilo de Borges y, segundo, porque en la cubierta aparece la denominación de “novela”. Respecto a este tema es muy interesante el trabajo de Manuel Alberca: La máscara o la vida, donde analiza varias obras de los dos géneros publicadas por autores españoles a lo largo del siglo XX.
Para complicarlo más, Vincent Colonna defiende una corriente, denominada autofabulación, que entiende la historia claramente separada de lo autobiográfico. La concibe como una historia irreal, indiferente a la verdadera; plantea, así, la identidad nominal entre autor y héroe como una proyección del primero en situaciones imaginarias. De esta manera Colonna consigue restringir el campo de la autoficción separándolo de la autobiografía.
Además, y aunque este neologismo nace como marca en 1977, Colonna aboga por un origen anterior; en la Antigüedad o en el Renacimiento, en autores como Dante o Cervantes, ya se podía hablar de autoficción, vinculada a la literatura de imaginación y no tanto al relato autobiográfico. ¿No es esto lo que, en 1605, hace Cervantes en el Quijote, al presentarnos a un narrador que se escuda en la tradición del manuscrito encontrado para hacer pasar por traducción la obra original?
También la carta de Lázaro de Tormes —en la que, al inicio de la novela, afirma haber conseguido el respeto de la sociedad toledana del siglo XVI— podría tener la misma consideración, puesto que es un documento en el que sí se narra una historia real, pero tras un nombre falso. En cualquier caso, hay críticos, como Vicente Luis Mora, que incluso se retrotraen hasta 1270 a. C. en busca del origen de la autoficción y observan algún rasgo de ese tipo en El libro de los muertos.
Si había pocos escollos, la opinión de Jorge Carrión viene a aumentarlos. Señala a varios autores que en los últimos años han visto en la autoficción un campo donde experimentar vivencias que conllevan la humillación del personaje, o dicho de otro modo, que conciben la autobiografía ficcionalizada como práctica de la autodestrucción. Ejemplos claros de esto son: El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq, en el que acaba asesinado y descuartizado, y en nuestra literatura La velocidad de la luz, de Javier Cercas, en cuyo inicio aparece la muerte de su familia.
De cualquier manera, y con todos los matices que tiene el concepto que estamos analizando, se ha generado un caldo de cultivo para defender opiniones como la de Francine Prose, que habla de la aparición de un nuevo género, y la del escritor Eugenides quien afirma que se ha roto la barrera del sonido de la novela autobiográfica. En definitiva, la mayoría están de acuerdo en que es un subgénero híbrido —entre autobiográfico y novelesco— que plantea un pacto entre lector y escritor concebido como un juego literario: ofrece la posibilidad de leer un texto como ficción y como realidad autobiográfica.
La verosimilitud frente a la veracidad
En los últimos tiempos parece haber un boom de este tipo de obras en la literatura, pero también en el cine: abundan las películas basadas en hechos reales. Es fácil relacionar esto con la afición que hay hoy en día a exteriorizar nuestra intimidad; los psicólogos hablan de extimidad, que consiste en compartir momentos de la vida de uno en los que tratas de representarte y que en cierta manera vienen a fortalecerte. Esto también podría ser lo que buscan las novelas en la actualidad: sonar a verdad y con ello reforzar el género. Y si añadimos que en nuestro siglo hay un excedente de información y que quizá ese sea el motivo por el cual se tiende a novelar realidades y noticias, ¿deberíamos olvidarnos de la “verosimilitud” de las obras literarias y hablar de su “veracidad”?
La literatura siempre ha tenido la capacidad de abstraernos de nuestro día a día y de conducirnos a lugares lejanos y a universos increíbles en los que nos involucramos tanto que nos creemos todo lo que nos están contando. Y esto es debido a un pacto tácito entre el lector y toda buena obra literaria, que se basa en el recurso de la verosimilitud: se puede contar lo que sea mientras tenga apariencia de verdad y respete las normas internas de la obra. Dicho de otra manera: uno no debe inventar porque sí, ya que puede llegar a decir mentiras, y la realidad no necesita justificación alguna pero la literatura, la ficción, sí.
Los dos conceptos siempre han ido de la mano. El de verosimilitud fue indispensable en la novela tradicional, surgida a finales del XVIII y cuya madurez tuvo lugar en el siglo XIX. El formato de novela funcionó de forma eficaz para contar historias dentro de un movimiento, el Realismo literario, cuya intención era la de mostrar la realidad o introducir elementos de ella; el resultado era una realidad muy “maquillada” según el interés del autor.
Cuando llegaron los años sesenta —fructíferos en cuanto a novedades en el campo de la literatura—, la autobiografía moderna empezó a tener éxito, aunque se consolidó en los noventa. Con la instauración de la democracia, sobre todo, resurgieron los textos en primera persona, la vuelta del ego; lo individual como rechazo de las causas colectivas. Y también en esos años, varios autores —quizá saturados de las estrategias narrativas de la literatura del XIX— mostraron gran interés por la novela de no ficción.
Es el caso de Truman Capote con A sangre fría y Gabriel García Márquez con Relato de un náufrago; fueron dos de los que promovieron lo que se conoció como Nuevo Periodismo. Este experimento vino a demostrar que la inevitable realidad, trabajada literariamente, era la perfecta cómplice del autor para reinventar el formato novelístico. Hoy en día tenemos un buen ejemplo en la obra que en 2009 publicó Javier Cercas, Anatomía de un instante, una crónica contada como una novela.
Literatura, memoria y recuerdo
Pero ¿cómo funciona el mecanismo de la autoficción? La literatura actúa de conector entre los conceptos de realidad y ficción; el autor, mediante su personal punto de vista, pone en relación lo que quiere destacar de la realidad con el lector a través de un formato narrativo: la novela. En esta maquinaria autoficticia existe, en opinión de Julia Musitano, una potenciación de los mecanismos del recuerdo en detrimento del carácter sistemático y organizativo de la memoria.
Dicho de otra manera: los recuerdos de una vida pasada se amontonarían en el marco de la memoria en forma de imágenes que se le impondrían al autobiógrafo una y otra vez; después, comenzaría la actuación de la memoria, que se encargaría de transformar esa vida en relato y de ordenar y encadenar las ideas de forma verosímil para dar sentido a los momentos verdaderos.
Insiste Musitano en que, si eso es así, la autoficción se basaría en la posibilidad de hacer presente lo perdido desde lo imaginario del recuerdo. Aquí es donde entraría lo ficticio, lo falso, porque los recuerdos, a pesar de ser veraces, no responden a la realidad ya que están contaminados por otros aspectos —narrativos, emocionales, formales…— que se introducen con el relato mismo para difuminar sus condiciones de verdad. Al final, lo que el autobiógrafo cuenta no es más que el recuerdo de una sensación que un determinado hecho pudo suscitar en un momento de nuestra vida.
Desde luego el tema da mucho juego a los críticos que, si bien no llegan a un acuerdo en todo, sí aceptan que la identificación del autor con el protagonista de la historia suele coincidir, que siempre se presenta con cierta ambigüedad y que no se pretende hacer explícito un carácter autobiográfico. Así, la veracidad no es lo primordial ni tampoco un elemento con el que medir la calidad del texto.
La muerte de la novela
No queremos terminar este artículo sin aludir a un último aspecto. El tema de la autoficción ha generado muchas y apasionadas opiniones, pero quizás esta última que traemos a colación es la más extrema: ver en este subgénero —o nuevo género, según la teoría que sigamos— la tan cacareada muerte de la novela, que algunos achacan a la llegada del experimentalismo narrativo que propiciaron el posmodernismo y la posvanguardia.
Parece ser que la novela habría perdido autoridad —la que tenía cuando se empeñaba en explicar el mundo en un intento de hacer la vida verosímil— y se habría convertido en un juego cuya única función sería la de divertir sorprendiendo. En este sentido, hay un curioso artículo en El País, en el que su autor afirma que, desde Julio Verne hasta el 2014 en que aparece una cuenta en twitter —Is The Novel Dead? @IsTheNovelDead—, se ha anunciado la muerte de la novela en treinta y tres ocasiones.
En cualquier caso, sea o no la culpable, la autoficción está en auge y, al querer desenmascararla en este artículo, hemos comprobado que tiene muchas caras: la ficción es y no es real; la novela es y no es una autobiografía, lo verdadero es y no es mentira; el autor es y no es el protagonista… Nos viene a la cabeza esa sonrisa de Unamuno, en una escena de su novela Niebla, en la que él mismo, hecho personaje, se dirige al lector para recordarle que está leyendo una verdad en clave de ficción: “Mientras Augusto y Víctor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes, lector, en la mano, y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente”.
Pues eso, que todo depende del cristal con que se mira y, en la autoficción, más.