Oscar González
Nadie sabe quiénes son ni por qué están ahí. De repente un día aparecen debajo de un montón de cajas viejas llenos de hambre, esa hambre que llevan pegada pellejo adentro, en el estómago, lacerando la visión de los que pasan, de los que se esfuerzan por hacerlos desaparecer.
Ellos son los marginados, los hijos naturales del concreto, los más grandes prestidigitadores de la suerte.
La ciudad es su feudo, su morada, su sepulcro.
La calle es su territorio: nadie más puede ser dueño de este lugar.
Tienen pupilas de gato, son ágiles, trepadores, felinamente astutos.
Como vampiros modernos andan en bandadas: ebrios de ira, mutilan, violan… pintan de colores la ciudad. A veces deambulan sin destino, cuchichean con voces de profetas, de dioses decadentes. Sus siluetas semejan grafitis animados sobre las áridas paredes blancas que alumbra el sol.
Ellos son despreocupados como niños. Les gusta estarse millones de años bluseando sin tono ni ritmo en cualquier callejón. Pero luego se cansan del juego y en algún semáforo apuestan sus ganancias a un sólo color. Porque quieren ser libres, vagar como espectros. Dejar de estar prisioneros en su propia piel. Y tienen prisa, no tienen nada más que la prisa de gastarse el tiempo que cargan por toneladas en los bolsillos.
Un día cualquiera, esa carrera loca les seca la garganta y ansiosos por continuar la canción, se beben de un golpe la vida y se quedan tirados en medio de la calle saciando su sed.