Quizá por comodidad polarizante, el grueso de la crítica a la reforma judicial de López Obrador-Sheinbaum Pardo se redujo al cómodo argumento de que esa iniciativa fue un berrinche presidencial ante el rechazo algunas de las decisiones unidireccionales y no negociables del proyecto autodenominado como de la Cuarta Transformación.
Sin embargo, el tema ha sido mucho más complejo: todavía no se ha caracterizado desde la oposición el perfil del proyecto de Estado de Morena como para encontrarle la cuadratura al círculo de la propuesta lopezobradorista –un verdadero oxímoron, que no síntesis dialéctica– de populismo caudillista con restricciones neoliberales.
El modelo de Estado presidencialista con dominio del Ejecutivo y la subordinación del legislativo y el judicial representó la construcción del sistema político revolucionario-posrevolucionario-neoliberal-posneoliberal en una estructura de poder que giró en torno al presidencialismo centralista, unitario y dominante. De la Constitución de 1917 y su perfil de presidencialismo absolutista al modelo de presidencialismo con cesión de espacios de poder a instancias de estructuras autónomas pero dependientes, el sistema/régimen/Estado/Constitución subordinó, aplacó, lobotomizó y desarticuló el Estado de lucha de clases.
El presidencialismo devino en un poder autónomo y dominante en modo positivo-autoritario-represivo. El dilema que señaló con claridad en 1969 y 1970 el ensayista Octavio Paz en Posdata como producto de la represión estudiantil del 68 –democracia o dictadura— generó mecanismos de estabilización autónoma al interior del régimen para ceder espacios de poder a instancias intermedias que no representaran a clases productivas sino a la propia burocracia centralista. Esos espacios fueron vendidos como organismos autónomos del Estado, a pesar de que el presidente en turno de la República los imponía a capricho por el dominio mayoritario en el legislativo.
Esta estructura funcionalista –ya no ideológica ni histórica– vendió con Carlos Salinas de Gortari el discurso de un neoalemanismo vulgar basado en el artículo 3º de la Constitución: la democracia no como régimen jurídico, sino como el bienestar social, el mismo modelo de López Obrador. Este patrón alcanzó a llegar solo a finales del Gobierno del presidente López Portillo y estalló en mil pedazos por su estructura capitalista de gasto público con límites fiscales.
El neoliberalismo salinista de 1980 con el Plan Global de Desarrollo hasta el Pacto por México de Peña Nieto para consolidar la limitación del Estado en aras de convertir el déficit presupuestal en el vellocino de oro se encontró con el discurso poscardenista de un populismo de gasto público sin preocuparse por los ingresos, repitiendo el error estructural de los populismos de Echeverría y López Portillo.
Las reformas del presidente López Obrador buscaron la restauración del régimen populista clásico que sirvió como estructura social-ideológica de los regímenes de la revolución de Carranza a Peña Nieto, pero se encontró en el camino con un obstáculo insalvable: el Poder Judicial no mafioso, sino guardián del espíritu de la Constitución de 1917 de un modelo de desarrollo capitalista con alianza empresarial y supeditado al equilibrio en las finanzas públicas para evitar colapsos como el de 1973-1988.
El proyecto de López Obrador no se acerca a populismos parecidos a Venezuela o Nicaragua, ni menos aún al fracasado proyecto caudillista leninista de Fidel Castro en Cuba. Para consolidar su modelo de populismo neoliberal –gasto público con supervisión aceptada del Fondo Monetario Internacional–, López Obrador requería de desmantelar al Poder Judicial en la Suprema Corte no en su parte de equilibrio en la impartición de Justicia, sino como instancia encargada de la vigilancia de la Constitución.
La reforma judicial reconstruye –remasterizado– el modelo de Estado populista –en versión de Arnaldo Córdova en La ideología de la Revolución Mexicana (1972)– y para lograrlo necesita dar marcha atrás a las cesiones de poder institucional a los empresarios que la fase capitalista del proyecto posrevolucionario que no beneficiaron a la burguesía sino que debilitaron el ejercicio directo del poder por el presidente en turno de la República y regresaban a la Constitución como proyecto del grupo gobernante. El poder del sistema/régimen/estado con López Obrador-Sheinbaum Pardo es el mismo de sus orígenes: el presidencialismo absolutista que controla al partido en el poder imponiendo candidaturas, que fortalece su base social con el subsidio a nivel de vida de las mayorías, que subordina de manera autoritaria a sectores dependientes del poder público, que sigue explotando la ideología del Estado social y que requiere de reformas constitucionales sin intervención del judicial.
Ahí, y no en el berrinche, se encuentra en el proyecto transexenal de la 4T.
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Política para dummies: la política engaña con la verdad.
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