Juan José Vijuesca
Por imperativos de ciertas modas derivadas de lo inclusivo, la ministra de Igualdad, Irene Montero, sigue reinvirtiendo en su propio lenguaje. No es la primera vez que doña Irene patea el diccionario de la RAE con sus morfemas flexivos para todo lo que ella pueda alabear. Me parece bien cuando lo cortés no sea sustituido por un lenguaje malcriado.
La dirigente podemita dice que hay que garantizar los derechos de todas, todos y de todes; así como cuando refiere a los niños, niñas y niñes o también a los hijos, hijas e hijes, haciendo valer que se pueden acuñar tantos otros términos que le vengan en gana como si ella fuera la colonizadora de la lengua cervantina. A lo mejor lo hace para disimular sus escasos logros en relación a su competencia gubernamental. Pero da igual, ella lo suelta como si nuestra lengua romance fuera de usar y tirar a gusto del primero, primera o primere que se ponga del lado de la depredación verbal. Como ni yo ni la mayoría de mis lectores sabrán más de un puñado de idiomas, y aún menos sus respectivas evoluciones, tendríamos que contentarnos con reconstruir los lenguajes a partir del latín, del griego clásico, del gótico, del protoeslavo, del avéstico, del hitita, o qué sé yo. Pero no teman, los deslices de doña Irene no merecen que yo encare este artículo haciendo historia del español más primitivo.
Por suerte tenemos entre nosotros a la Real Academia Española, institución en donde los educados en sabiduría cuidan de la evolución y la conservación de nuestro lenguaje tanto en cuanto al léxico como a la gramática. Es decir, es el baluarte de la norma culta y no solo vela por evitar los intrusismos lingüísticos de “usar y tirar”, sino que también sabe actualizar nuestro verbo y al mismo tiempo, como digo, rechazar los vulgarismos oportunistas obra de quienes la incultura les sobrepasa. Labor ésta que es de agradecer, pues no en vano nuestro idioma es la segunda lengua materna del mundo, solo superada por el chino mandarín, y eso conviene cuidarlo y protegerlo.
Hay quienes todavía piensan en modo simbólico sin tener en cuenta que el siglo XXI es una consecuencia de la evolución que ha experimentado la especie; y lo digo más que nada porque estudios realizados en la Sierra de Atapuerca evidencian que el Homo antecessor, hace unos 800.000 años, ya tenía la capacidad, al menos en su aparato fonador, para emitir un lenguaje oral lo suficientemente articulado como para ser considerado expresión más o menos simbólica, pero eficaz para el entendimiento incluso para los más lerdos de aquél entonces. De manera que jugar a día de hoy con el vocabulario y hacerlo de manera incongruente resulta bastante preocupante. Esa puede ser la justificación para quienes en la actualidad juegan a las artes marciales con el léxico tratando de imponer por la fuerza unos modos que no se corresponden con la propia evolución del actual ser humano.
Es obvio que con este “juego” de la nueva palabrería estamos hablando de algo más que de lenguaje, gramática, morfemas y géneros, y a pesar de que siempre las jergas han tenido y tienen su espacio no es menos cierto que ahora la injerencia de ciertas ideologías casi nunca dan puntadas sin hilo; por eso está bien recordar que a lo largo de la historia algunos o algunas han manipulado el lenguaje como estrategia para imponer ideas opresoras a costa del uso de palabras inconsecuentes. Parece simple, pero ciertos términos tratados con fuerza van creando vicio ideológico.
Como antes dijere, a suerte de contar con una lengua tan viva como la nuestra, cobra mayor valor el estar presente para todo el mundo, de ahí proviene su riqueza. Por el camino también quedan para el olvido las vulgaridades y demás expresiones mayormente tomadas como aberraciones carentes de sentido muy a pesar de lenguas truhanas o tratantes de voces sin valor alguno. No olvidemos que el español es el castellano enriquecido por eso el rigor de los vocablos es el motivo principal del entendimiento entre más de 600 millones de personas que españolean nuestro idioma por todo el mundo. Ese y no otro es el culto a la palabra, pues si se dejara de hacerlo sería una lengua muerta. Eso determina cuan valioso es lo de rechazar las palabras infectas que algunos o algunas tratan de imponer como predio dominante.
Moldear las palabras es un virtuosismo, todo un alarde de buen trato y mejor refrendo a los conocimientos del castellano. Cuenta la leyenda que Francisco de Quevedo se apostó con unos amigos que tenía valentía suficiente como para llamar “coja” a la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, que arrastraba una cojera evidente y no le gustaban en absoluto las bromas al respecto. Así, en una muestra de ingenio, frescura y osadía, Quevedo se acercó a la reina con un clavel blanco en una mano y una rosa roja en la otra y le dio a elegir entre las dos flores con el siguiente calambur: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja”. De esta manera, el escritor ganó la apuesta y llamó a la reina “coja” sin que se ofendiera. Es lo que tienen los que ostentan autoridad intelectual, sea esa o no su intención, que terminan convirtiéndose en referentes para el uso correcto de la lengua.
Escritor español.
Publicado originalmente en elimparcial.es