Antoni Martí Monterde nos invita a ser inteligentes en la mejor Europa

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Diego Medrano

Europa se pone la tirita, el esparadrapo, la venda y despierta. Cada vez está más cerca, gracias al impulso negro de un virus, de ser lo que el príncipe de los periodistas españoles, Luis María Anson, dibujó al carboncillo en los inicios: los Estados Unidos de Europa. Las economías del ladrillo, en crisis y recesiones consecutivas, siempre solucionadas con el despido por abajo, pasan a la historia. El tránsito del dinero será verde, digital y sin tanto ruido a vino tinto o calamares fritos. En este espacio de cohesión hace falta volver la vista a un clásico, recién editado por Hurtado y Ortega Editores, antes por Anagrama como finalista al Premio de Ensayo, habló del monumental trabajo de Antoni Martí Monterde: Poética del café. Un espacio de la modernidad literaria europea. El mayor desvelo conocido. Un infarto para los sentidos y mucha velocidad azul entre los dedos.

Antoni Martí Monterde (Valencia, 1968) es profesor de Teoría Literaria y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona. Sus estudios sobre Pla, Fuster, Walter Benjamin, Maistre, Klemperer, Curtius, Texte y otros dan la vuelta al mundo y aquí son bombas bajo el pavimento. Gasta la barba de Valle Inclán, repleta de saltamontes, quevedos gordos y muy redondos, calva fría, jerséis de pico, americanas de paño duro y un morral donde guarda los libros como armas blancas. Martí Monterde es un brujo y este tocho lisérgico, ahora mayor que antes, dibuja el mayor mapa posible de la Modernidad, en mayúsculas. El café (bebida) y el Café (local) como semillero de ideas, político y literario, prostibulario e inguinal, de toda Europa. La única universidad del alma que sirve para algo y cuya repetición, ajena a teclados y cámaras, nos hará otros.

Cita a Ramón Gómez de la Serna: “Cuando se es verdaderamente contemporáneo y se vive la contemporaneidad que es el goce del tiempo que nos ha tocado vivir es en el Café”. Cita a Pla: “El hombre, además de hijo de sus obras, es un poco hijo del Café de su tiempo”. Se define como “escritor de café y en viaje permanente”. Lo dice a las bravas en las palabras liminares: “Sin el Café no es posible explicar la escritura ni la idea de modernidad literaria occidental. Y digo occidental no por darle la razón a Spengler, sino porque, si bien es cierto que el Café cuenta la historia cultural europea, no podía obviar que yo en ese momento estaba en América –según Paul Valèry, su relevo tras la crisis del espíritu europeo-. En realidad, había hecho un viaje en el tiempo, más que en la distancia”. Ponto Monterde, con Gómez de la Serna y Zweig a la cabeza, comienza a hacer su biblioteca de escritores de café: Larra, Camba, Rusiñol, Addison, Sartre, Altenberg, Polgar, Kraus, Camus, Márai, Roth, Magris y así hasta el eclipse total.

El café, bebida y local, como espacio de silencios, autopercepciones y desvelamientos, escenario de sabiduría presente, charla y confesión, ruido y rumor, rugido de una sociedad donde “filosofar es aprender a morir”, como quiso Montaigne. Esa multitud, tan querida por Baudelaire, para quien gozar de la muchedumbre es un arte, donde miradas y palabras se cruzan. Calle y café. Michelet: “París es un gran Café”. Josep Pla: “Todo sucedía en aquel entonces en los Cafés y lo que no sucedía en los Cafés no existía. El café aguza la inteligencia y aviva la sociabilidad. La decadencia del Café implica la decadencia de una civilización entera”. George Steiner: “Europa está hecha de cafés. Dibujad un mapa de los Cafés y tendréis uno de los indicadores esenciales de la idea de Europa. Mientras haya Cafés la idea de Europa tendrá contenido”. Todos ellos hablaban, más que de una bebida o un local, del desafío de una existencia pública y una sociabilidad frente a todo asedio.

Cafés vieneses, argentinos, venecianos donde un polaco llamado Kolschitzky inaugura el primer establecimiento dedicado al consumo de unos granos misteriosos. Un café que, en Viena, comienza a filtrarse, porque no les gusta al modo turco repleto de posos, y todavía más importante, a mezclarse con leche. Lo dijo Borges: “El café con leche es una mezcla insuperable”. Pla también lo pintó desde la esquina contraria: “La mediocridad se parece al café con leche”. Martí Monterde reconstruye Europa gracias a sus bares y a la charla entre iguales sin división entre lo público y lo privado. Una escritura pública, oral, entre volutas y azucarillos. Un pálpito de prensa, locales cercanos de alterne, tal o cual ideología, gabinete de trabajo para escritores, golfemia y tragos para todos, tertulias donde la vida va en escuchar al otro o interrumpirle, egos revueltos, miradas largas, pose fina.

Lo fijó Gómez de la Serna: “El Café es la vida interior de la ciudad como ciudad; es el parlamento desinteresado, la comprobación de la vida en mil ángulos de la urbe”. Martí Monterde cincela una joya lenta, paciente, cuyos destellos son una oportunidad conjunta de mejora, crucial a estas latitudes. Poética del Café (Hurtado & Ortega) es una renovación filosófica, una rebeldía artística, un talismán frente amenazas y el mayor debate civilizatorio imaginable. Tal polifonía, ajena a ecos y en las voces puras, crece en el pecho como un catarro o un amor, según la argumentación de cada individuo, ajeno a autoridades provisionales. El contrapoder vuelve a ser pensar en voz alta, lo que poco hacen hoy en los periódicos, embridado de asiduidad y buen talante. Una novela, comienza en cada línea, por ejemplo esta: “Los prostíbulos iban desapareciendo, y siempre que uno de ellos cerraba sus puertas, se producía la apertura de un nuevo cafetín”. Burguesía, venalidad del cuerpo, conducta intachable solo para la galería, frufrú cálido.