David Felipe Arranz
En nuestro país nos gusta mucho desayunarnos con lo que ha ocurrido durante las luces quemantes de la noche. Y es que este fin de semana, con el fin del toque de queda, la juventud hispánica –divino tesoro– ha liado el gran botellón en Madrid y Barcelona, principalmente. La libertad reivindicada era la de la juerga loca, en vísperas de exámenes varios, por cierto. Los vecinos se encogen de hombros y entonan el qué se le va a hacer, que son jóvenes y aspirantes a coronavíricos de gollete compartido. Que a ellos no les faltan oportunidades en la vida para equivocarse, empezando por el grito colectivo más escuchado el fin de semana de “¡se acabó el covid!”, que va a ser que no, Pepi.
Otros lo han visto como una anticipación de San Isidro, porque la vida en juventud es la fiesta del desfase; y, si no, para todos estos no es juventud. Porque al roneo de los bancos en los parques le sustituye la celebración copulativa y orgiástica en la plaza, que mola más, rociada de aerosoles de la multitud inclusive. Mejor allí que en casa, pensarán sus padres mientras ven el debate político o a Évole, una chance para respirar un poco de tanta hormona que hay en casa con la chavalería, aguantando a los nenes (o ninis). Porque el rechazo ya se hace de confianza con los años e igual una noche en la comisaría puede ser una solución temporal a aquella pregunta que lanzó Paco Martínez Soria en 1967 de qué hacemos con los hijos.
De manera que la cantidad de mascarillas fue inversamente proporcional a los litros de la ingesta de alcohol de la muchachada noctívaga, que por el ruido se hubiese dicho que España había ganado el Mundial. Los que sí hicieron caja son los súper, los chinos, los pakistaníes y otros establecimientos de suministro litronil, con licencia para no echar el cierre en la madrugá. Antes te ibas con cuatro amigos y la novia a La Recoba, por ejemplo, y te lo pasabas bien, tomabas un buen vino y aplaudías a unos gitanos maravillosos, amén de escuchar una propina de tangos canallas, para resistir el relente de la hora. Y aquellas tertulias nocturnas y sentimentales de no hace mucho eran por cuatro perras. Ahora echan el resto (y la pizza) en la fuente de la puerta del Sol, regado con mucho Don Simón, entre cartonajes, sueño atrasado y largues nocturnales, como si fuese la suelta del ganado borrachín. Los bebedores de vino y cerveza, de litrona y otros licores blancos, con los ojos del color de la lejía, en el inexplicable horror del “suicidio” negro, la enfermedad y las miasmas, con las que no puede competir el ritmo de vacunación.
Así que el retrato que nos han dejado estos muchachos de noche, rondando de acá para allá, es como el de quien sale a buscar la muerte, y ahora muchos se dan cuenta. El joven se ha pasado a la fiesta de los muertos, porque parece que no le importa el contagio, la UCI abarrotada y el gran cementerio de los hospitales. El jaleo último sin duda ya lo conocíamos, pero este tiene el blancor de los mármoles del camposanto, que en algún caso estará esperando a hacerle sitio a alguno que otro, de los que estaban bebiendo en danza el vino áspero de la insolidaridad, la irresponsabilidad, la inmadurez y la temeridad de la pandemia. Vino de mausoleo, en definitiva. Ellos verán.