Fernando Muñoz
Los vastos movimientos de tierra se hacen visibles en superficie en forma de aludes, desprendimientos, hundimientos etc. pero esconden, en estratos más profundos, lentos desplazamientos de una densa masa capaz de arrastrar consecuencias en superficie. Valga la imagen para ilustrar las dimensiones de la crisis histórica ante la que nos hallamos.
La crisis económica y política de escala universal, con énfasis y modulaciones particulares, es un momento de una más profunda crisis demográfica y migratoria. Pero esta crisis demográfica y migratoria es todavía un efecto de rango medio, también evidente. Los momentos visibles de esta crisis, objeto de acuciante preocupación para técnicos, especialistas y gestores globales, esconden a un nivel de realidad más profundo – un orden elemental – una fractura sin parangón: deslizamiento crecientemente acelerado de un fluido radical.
Mucho tiempo hemos consentido el error de considerar ilusorio o falso lo que escapaba de nuestra vista, oculto a nuestra percepción inmediata. Hemos despreciado esa dimensión juzgándola irrelevante, acaso porque parecía inasequible a nuestro dominio más directo. Aunque numerosas voces señalaran en su dirección, apenas hoy empezamos a entender la naturaleza de esa dimensión elemental de la vida humana. No nos limitaremos ya a concebir como un fluido tenue y vaporoso (espiritual) dicho estrato elemental, sometido al vaivén de una decisión subjetiva, efecto de una construcción banal que podía entregarse a los caprichos de la voluntad individual. Sin embargo, aún hoy no consentimos aceptar que es en ese nivel de realidad donde se juega el futuro del mundo y que son los efectos más visibles – económicos y políticos – los más superficiales. Todavía la misma idea de una infraestructura económica nubla la perspectiva del liberalismo y la socialdemocracia.
Es que no es fácil caracterizar con alguna precisión esa dimensión última o fundamental, cuya crisis es la fuente real de una quiebra que amenaza convertirse en completa deflagración. Se trata de la ruina anunciada de la condición humana, por lo que puede llamarse antropológico el orden de cuyos deslizamientos en profundidad son un eco los aspectos políticos y económicos de la actual crisis global. La fractura de la condición humana no tiene lugar en ningún terreno inmaterial, sino en el más cotidiano campo de nuestras formas de vida, con efectos sobre nuestro cuerpo y su característica actividad comunitaria.
Síntoma conspicuo del hundimiento elemental es la exuberante floración de trastornos psíquicos y, en general, el oscurecimiento universal de la capacidad de atención. Se diría un fenómeno menor, pero sólo al modo en que puede ser leve el signo que anuncia una enfermedad mortal. Claro, que para estimar de este modo signo de apariencia tan leve, hay que comprender la naturaleza de la atención. A este respecto, escribe Simone Weil: “Hay algo en nuestra alma que repele la verdadera atención con mucha más violencia que la carne repele el cansancio. Este algo está mucho más cerca del mal que la carne. Por eso, cuando uno presta realmente atención, destruye el mal en sí mismo.”. La cita, de segunda mano, la tomo de un texto magistral de Mathew Crawford[1]. Pocos como Crawford palpan la médula de la crisis de civilización ante la que nos encontramos, pocos como él encuentran alguna vía de posible renacimiento.
Por debajo del crecimiento económico y del desarrollo de la democracia, por debajo de la lucha de partidos y el avance tecnológico, por debajo de la integración europea y la globalización, por debajo del igualitarismo y el respeto a las minorías, por debajo de esos grandes movimientos, siempre acompañados de gestos grandilocuentes, ha crecido lenta y constante y fatal una transformación extrema que socava nuestra subjetividad y atenta contra los fundamentos de nuestra condición. Es una transformación que nos deja desamparados en nombre de esa exigencia de autonomía, que fue bandera de la moderna filosofía liberal e ilustrada. En esta “Era del aislamiento mutuo” (Dostoievski), se ha interpuesto entre los individuos y el mundo un telón de representaciones, una pantalla de fantasía que nos mantiene entretenidos en mitad del marasmo de un tedio insondable. Una atonía que detiene la voluntad y deshace la atención, multiplicando el mal. Eso que somos y que no entendemos es resultado de un movimiento abismal, de cuya hondura nada saben los que reducen al terreno político y/o económico la naturaleza de esta crisis final. Contener o encauzar esa fractura requiere entender el basamento cardinal y encarnado de la condición humana. De otro modo, nada podrá contener las grandes catástrofes que ya avistamos. Pero, ¿sabe alguien hoy qué es el hombre?
[1] Crawford, Mathew. The World beyond your Head. On Becoming an Individual in an Age of Distraction.
Doctor en Filosofía y Sociología
Publicado originalmente en elimparcial.es