En memoria del valeroso Luis Pérez Gómez,
en el 76 aniversario de su tránsito épico.
Un dato escalofriante de nuestra realidad, opacado por un peculiar mecanismo de defensa colectivo, es que alrededor del 95% de todos los delitos que se cometen en México quedan impunes.
La violencia es un dato creciente que ha multiplicado los expedientes judiciales en el país, pero los legajos de las denuncias duermen en las oficinas de un aparato de justicia empantanado por la sobrecarga, esclerosado por la insuficiencia de personal competente, disminuido por la corrupción y fagocitado por las necesidades políticas del momento.
Sin embargo, no pasa día sin que los medios anuncien la captura de “operadores financieros”, “jefes de plaza” de este o aquel cartel, capos de escurridizas bandas criminales, autores materiales de sonados asesinatos y una larga relación de facinerosos cuya aprehensión, sin embargo, no se refleja en una baja en los índices de criminalidad.
En la mercadotecnia anticrimen los facinerosos aparecen rodeados por robustos agentes en uniforme swat team y entre equipos de última generación en escenarios diseñados para infundir en la audiencia la sensación de que contamos con una poderosa fuerza de lucha contra las fechorías… aunque el dato del 95% de impunidad siga ahí, inamovible.
Esto es porque se da prioridad a los casos “de alto perfil” -como se les nombra en el ambiente político- pues son los que dan “buena o mala prensa”. Es decir, los que tienen repercusiones en los medios informativos y de los que está atenta la opinión pública… y pueden traducirse en votos.
Las víctimas del 95%, las que nadie nombra, los rostros olvidados, las muertes que nunca se mencionan en un periódico o en un noticiario de televisión o en las redes sociales, son mártires de una triple agresión: de la violencia, de la falta de justicia y del olvido social.
Pareciera que en México vivimos un síndrome Genovese colectivo que los mercadólogos oficiales se empeñan en negar con las más depuradas técnicas del merchandising social, aunque el producto tras el deslumbrante empaque resulte un fraude, como se vio con la “detención” del hijo del Chapo Guzmán, zafado por orden ejecutiva del arresto consumado y no a espaldas de la opinión pública: el primer mandatario lo informó en cadena nacional.
¿Y a qué viene esta deshilvanada disquisición forense? A que me parece una contradicción que viviendo en un clima de violencia que nos regala a diario escenas dantescas, haya en nuestra sociedad una intensa predilección por las series policiacas.
En Crimen delicioso, análisis sociológico de la novela negra, Ernest Mandel señala que este fenómeno “responde a una necesidad de distracción —léase entretenimiento— agudizada por la creciente tensión del trabajo industrial, la competencia generalizada y la vida citadina”.
En las series de televisión, el espectador atestigua que generalmente los culpables, los asesinos, los violadores, los defraudadores o cualquier otro delincuente, pagarán sus culpas, lo cual lejos está de ocurrir en la vida real, donde los agentes investigadores son lo contrario de la integridad y el compromiso con la justicia y la verdad.
¿Cuál es el atractivo que ejercen las series policiacas o detectivescas? Mandel señala que hay una creciente preocupación por el crimen, la lucha constante entre la vida y la muerte, entre el crimen y el castigo y “una necesidad objetiva de la clase burguesa de reconciliar la conciencia del ‘destino biológico’ de la humanidad, de la violencia de las pasiones, de la inevitabilidad del crimen, con la defensa y apología del orden social existente”.
En muchas ocasiones se sataniza a la televisión por su “apología de la violencia”. Y no ha estado ausente la tentación de la censura. A pesar de ello, Mandel asegura que “el criminal produce una impresión en parte moral y en parte trágica, según el caso, y de este modo realiza un ‘servicio’ al estimular los sentimientos morales y estéticos del público”.
Hace años los estereotipos clásicos del policía y el criminal operaban eficientemente, pero a medida que la propia realidad ha cambiado y han evolucionado los gustos y el consumo de la producción en este género, las historias y los modelos se han transformado.
Hoy la delincuencia no se sintetiza en el contrabando y la venta de sustancias prohibidas, sino que sus horizontes se han expandido de tal manera que el crimen organizado forma poderosos sindicatos criminales cuya relación con los representantes de la ley se ha entremezclado hasta el punto de que resulta complejo discernir la verdad de las historias.
En las series de tele, las fuerzas policiales no se presentan prístinas e incorruptibles, sino negociadoras: pueden llegar a acuerdos con los delincuentes según el beneficio a obtener. Pueden incluso justificar algunos delitos en nombre de un bien mayor. Los criminales, por su parte, no necesitan ser antihéroes sino sólo seres humanos de carne y hueso y pueden llegar a ser incluso simpáticos, como Tony Soprano o Dexter, aunque sean capaces de cometer los asesinatos más escalofriantes.
Mandel encuentra que las razones por las que la sociedad capitalista ha escalado a niveles superiores de violencia y crimen son las mismas que dan sustento a su progreso, por decirlo de algún modo.
“El crimen organizado, más que ser periférico a la sociedad burguesa, surge en virtud de las mismas fuerzas motivadoras socioeconómicas […] el mundo de los ricos es también el mundo del hampa, en especial desde que los hampones más importantes se han vuelto más y más ricos en términos relativos, y desde luego cualitativamente más ricos incluso que el policía más rico o que la enorme masa de políticos”, al grado de disputar con éstos un lugar en la lista de Forbes.
Como vemos, incurren en un gran equívoco quienes culpan a los medios de propiciar la violencia. Los relatos policiacos, con su muy larga tradición, y las numerosas series televisivas con el tema policial, gozan de un amplísimo público porque la sociedad se reconoce en ellas, porque la violencia, la delincuencia y el crimen forman parte inherente de la dinámica actual de nuestras sociedades.
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