Unos días después del proceso electoral pasado se desató la violencia en varias partes del país, con saldo sangriento.
Entidades como Baja California, Ciudad de México, Chiapas, Chihuahua, Estado de México, Guanajuato, Guerrero, Jalisco, Michoacán, Nuevo León, San Luis Potosí, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Veracruz y Zacatecas, fueron escenario de enfrentamientos o ajusticiamientos.
Para conocer las razones actuales de la violencia es necesario remontarnos un poco al pasado. Se calcula que de 1970 al 2000 la política antiviolencia estaba circunscrita al pacto del poder político con las organizaciones delincuenciales. Estaba controlado y la violencia no pasaba entre los integrantes de la delincuencia.
En ciudades como Guadalajara se operaban los grandes acuerdos para la seguridad mexicana. Ahí se asentó la Liga Comunista 23 de septiembre, y con ello, una parte de la izquierda mexicana que se caracterizó por la lucha armada. En Guerrero, Chiapas y Veracruz también fueron sede de otra parte de esa izquierda con estas mismas características, que se identificó con la izquierda marxista leninista de choque.
La universidad pública mexicana se convirtió en refugio de exiliados políticos latinoamericanos y, desde México, se siguió manteniendo viva la ilusión de la unidad de las izquierdas latinoamericanas. La Casa Blanca y el Kremlin lo sabían y lo consentían, a cambio de que el gobierno mexicano permitiera actividades de inteligencia.
Las organizaciones estudiantiles de la época aportaban nuevos cuadros para la formación ideológica de izquierda, y en algunos casos, eran almacén temporal de armas para ser enviadas a los movimientos subversivos de izquierda latinoamericanos. Entre mediados de la década de los 70 y de los 80 ser becado por el gobierno mexicano a través del PRI para acudir a un curso de las juventudes socialistas en La Habana, Moscú, Praga, Hanoi o Berlín era un elogio y un honor. No se diga la oportunidad de escuchar un discurso por varias horas de Fidel Castro en la Plaza de la Revolución en La Habana.
Mientras tanto entre el poder político, el PRI y los órganos de seguridad e inteligencia del Estado mexicano mantenían una paz con las organizaciones delictivas, a cambio de cierta tolerancia en sus actividades delictivas. Este pacto de no agresión abarcaba a la población civil, las actividades económicas productivas y a algunos integrantes de la clase política.
Así funcionó por muchos años la política antiviolencia, hasta que llegó el momento en que una parte de las oposiciones al Estado y sus instituciones encontró las alianzas necesarias para continuar con sus actividades delictivas, mientras que la otra parte decidió continuar su lucha política por la vía pacífica.
Pero desde la primera alternancia en el poder en el 2000 se perdieron esos hilos conductores que mantenían la distancia necesaria, entre la delincuencia, el poder político y la sociedad. Sus regímenes no quisieron o no pudieron continuar ejerciendo los controles políticos, económicos y sociales para mantener la seguridad, sumado a la extensión del territorio nacional, encontraron un campo fértil para que la delincuencia se apoderara de zonas y regiones.
Hoy el problema es que a pesar del cambio de régimen que presumiblemente podría haber controlado la violencia, es muy difícil retomar los hilos conductores o establecer nuevas políticas de Estado contra la violencia, en parte debido a la fortaleza de las organizaciones delictivas, sumado a la corrupción e impunidad, así como a la falta del compromiso para generar un gran acuerdo entre gobernantes, que reduzca a su mínima expresión las estructuras, capacidades y fortaleza de la delincuencia.
Por ahora la izquierda histórica, la progresista, la cultural, la social, la radical o con cualquier otra denominación está superada, hasta encontrar nuevas formas de control de la seguridad, en un país con complejidades sociales, políticas y económicas sistémicas y estructurales en cada zona o región del territorio.
El autor es Maestro en Seguridad Nacional por la Armada de México
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