Si nos ajustamos como referencia metodológica al concepto de democracia de Abraham Lincoln en su discurso de Gettysburg de 1863 –“gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”–, entonces es fácil determinar qué países viven dentro o fuera de una democracia. Sin embargo, el desarrollo de las contradicciones políticas y sociales a 160 años del escenario de la guerra civil estadounidense ofrece limitaciones para el ejercicio de la democracia.
Es muy común y parece haber perdido eficacia la referencia de Churchill de que la democracia no es un buen modelo pero es el único que garantiza la convivencia, sobre todo porque los líderes políticos han encontrado en la democracia un argumento para vender sus fórmulas mágicas: basta con cumplir las reglas formales de las votaciones para que un régimen sea democrático, aunque su funcionamiento real tenga –como lo vemos en la coyuntura actual– perfiles que no cumplen con los requerimientos democráticos.
De los 20 países considerados en la zona de Iberoamérica –referencias históricas a Portugal y España–, doce de ellos –el 60%– pudieran pasar la prueba elemental de la democracia: gobiernos electos con reglas de votaciones continuadas. Y luego viene la batería de decisiones políticas que se justifican con argumentaciones democráticas, pero que en la realidad responden a los intereses de las élites que violentan la convivencia democrática.
No hay fórmulas mágicas que garanticen la existencia de una democracia y su permanencia en el tiempo histórico, pues líderes políticos y sociedades cambian en función de comportamientos de sus circunstancias y coyunturas. Para poner un poco de orden en la caracterización de los perfiles de los gobiernos, habría que acudir a dos teóricos importantes de la ciencia política: el italiano Leonardo Morlino y el estadounidense Robert Dahl; el primero enlista una serie de requerimientos que requieren las democracias modernas para ser considerados regímenes que respondan a criterios democráticos; y el segundo redujo de manera muy sencilla las condiciones que se requieren para que un régimen puede ser considerado democrático.
Morlino, al estudiar los tránsitos políticos de dictaduras a democracias, enumeró características muy sencillas de determinar para considerar una democracia y se pueden resumir en dos: calidad del régimen democrático para cumplir con la fórmula mágica de considerar a la democracia como un bienestar humano y al mismo tiempo atender la correlación de fuerzas sociales y la rendición de cuentas a través de instituciones adecuadas con representación popular que alejen a los gobiernos de la autocalificación o autosatisfacción.
A su vez, Dahl define dos características de lo que, en su momento –los años setenta—, revolucionaron el pensamiento científico de la política: la democracia es la expresión popular a partir de dos condiciones indispensables, la información y la participación, las dos interrelacionadas.
Y todas las corrientes de pensamiento democrático definen una tercera característica de la democracia, con referencias que vienen desde los años treinta vía Huntington: las condiciones legales para disponer de manera regular con la participación popular para el relevo de las autoridades.
Ahora mismo, muchos países iberoamericanos están enfrentando problemas antidemocráticos de las democracias: gobernantes que llegaron por la vía popular al poder o que usaron caminos revolucionarios y después regularizaron las condiciones indispensables y le han dado muchas vueltas legales a sus estructuras jurídicas para imponer formas democráticas/antidemocráticas de permanecer en la titularidad del Poder Ejecutivo.
México padeció durante 77 años el dominio de un partido –el PRI– con el control del Poder Ejecutivo, pero con la circunstancia agravante de que del 2000 al 2012 el partido opositor PAN –de filiación de derecha– llegó a la presidencia de la República, pero por decisión propia decidió seguir gobernando con las reglas del PRI, lo que desvirtuó el voto opositor y permitió en 2012 nada menos que el regreso del PRI a la presidencia de la República. Y en el 2018 el partido Morena, de estructura populista y bajo el mando carismático de su jefe Andrés Manuel López Obrador, llegó al Poder Ejecutivo para gobernar también con las reglas políticas del PRI y quiere extender su influencia más allá de su periodo legal.
Cumplidas las reglas procedimentales de la democracia electoral, las élites políticas han entrado en confrontación para disputarse la permanencia en el poder por vías no estrictamente democráticas. En México se va a votar en 2024 por otro presidente de la República, pero el procedimiento estaría implicando el viejo vicio del PRI: el necesariato de un liderazgo personal que extienda su vigencia legal bajo el amparo de la democracia.
Argentina cumple con la democracia, pero este año se votará por un viejo modelo de control social que cumple toda la tipología del populismo en la figura del contradictorio y desprestigiado Juan Domingo Perón; Cuba sobrevive y niega la democracia práctica en nombre del liderazgo de Fidel Castro, en Venezuela se sigue votando por Chávez en la figura de Maduro o cualquier otro líder local, en Nicaragua el sandinismo derivó en una versión populista tipo somocista por dictatorial y en Chile se pasó de la democracia a una dictadura económica cuyos intereses dominantes impiden el funcionamiento democrático.
Este escenario no aparece en las percepciones recientes de la Unión Europea que parece estar descubriendo América en el siglo XXI, pero ya sin la autoridad política como para influir en la corrección de los vicios democráticos. España estaría perdiendo autoridad moral para apoyar democracias iberoamericanas, si en la península el partido que quedó en segundo lugar está entregando los intereses mayoritarios a acuerdos perversos con la oposición no monárquica que podría liquidar el régimen constitucional.
Iberoamérica atraviesa por un túnel oscuro de la antidemocracia y no ve ninguna luz al final.
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