Diego Medrano
Bella, bellísima en las tinieblas, brillante desde las sombras, blanca en la noche corta, escritura de lirio y mirada húmeda. Carmen Rigalt publica interesante libro de memorias: Noticia de mi vida (Planeta). La Rigalt es mito y patrona para la hostelería capitalina: tabernitas de Chueca y La Latina, buchito de cerveza fría, vermú de grifo, azulejo andaluz. Vieja escuela de Emilio Romero (“old school”) donde las mismas horas se discutía por una palabra en la última crónica que por un cubalibre hasta el borde. Mala, buena, hada, bruja, guapa, fea. Medio limón con glaucoma y toda la confusión/confesión más hermosa en varias millas a la redonda. El arte hojaldrado y crujiente de juntar dos palabras que jamás hayan estado juntas. Y que le den mucho por atrás al personal, si nos leen o no, porque la escritura es el único abrigo, chubesqui para siempre, hoguera donde la vida se consume, campo de tiro y adicciones blancas al ralentí.
Digámoslo con todas las letras: Carmen Rigalt, maestra del periodismo español, sorna lujosa, herida de escepticismo e ironía, escritura sin dictado político o jefe manifiesto, independencia y ganas. A su bola, a su aire, sin doma y en derrota, como quiso el poeta, maquillaje y sombras, letra menuda, labios fríos, palabras desfilando por todo lo largo y ancho de la navaja helada. Sátira, sangre caliente, monedero quieto, cata de aire acorralado, el mar en llamas al acabar “el puto folio”, que diría David Gistau. Toda la primera parte del texto son memorias familiares, catalanismo de quita y pon, los padres pedernales, los amigos consuetudinarios, la carrera universitaria en Navarra, una Marbella a la que llega a hacer provincianismo entre duquesas descalzas que pintan cuadros y príncipes de Hohenlohe, huidos de emperadores del ladrillo, tipo Gil y Gil, a los que se les ven los maletines negros en lo hondo del tripón y al abrir la boca para brindar con hielos como melones dentro del vaso. Lecturas, viajes pequeños, pasión por Azorín y Pla, que enseñan a escribir al modo impresionista, sin subordinadas pero con la prosa muy esmaltada por la adjetivación, lo que lleva a otras burbujas asombrosas.
El mogollón llega con las primeras pensiones en la calle Lagasca, la llegada al Pueblo de Emilio Romero, la mala vida del periodista con falda o pantalones, da igual: “El bullicio humano que generaba la redacción durante el día no era comparable al que había en la whiskería, importante dependencia de Pueblo , durante la noche. En ese caso predominaban los aduladores de Emilio Romero, los periodistas encargados del cierre y puede que un escritor o flamenca amiga del director. Los periodistas de antes tenían fama de mujeriegos. Y era verdad. La fama se la habían ganado a pulso con las actrices de Hollywood que venían a rodar a España”. Mujeres, sí, y toros, y sobre todo lo que perdía al señor Romero, las flamencas, las divas de las tablas, porque el runrún no cesaba, no siempre en su despacho se hablaba en vertical, y las rutinas horizontales parecían escapar del semáforo por el que se punteaba a las visitas. Emilio Romero, oriundo de Arévalo, y a todo aquel paisano de visita por el feudo, siempre se le colocaba (presumiblemente, en los dos sentidos de la palabra, boca adentro y laboralmente). Un genio. ¡Viva Arévalo! ¡Viva!
El arte de escribir sin saber escribir. La vocación, como un toro, por encima de la vida y a galope: “Pueblo marcó una época que no se repetirá. Ahora entras en un periódico y todos los periodistas permanecen en silencio, como si estuvieran en misa. Antes, el traqueteo de las máquinas de escribir era la banda sonora de la redacción. En cualquier oficina, las máquinas sonaban pacíficamente en manos de las secretarias. A los periodistas, en cambio, nadie nos había enseñado mecanografía y escribíamos con dos dedos aporreando el teclado. Nuestras Olivetti eran instrumentos de percusión que se desgastaban con medio centenar de crónicas. Una mecanógrafa se diferenciaba de un periodista en que aquella mantenía la espalda erguida y la mirada al frente, mientras que el periodista mostraba una postura casi cómica, con la cabeza inclinada cual penitente y la punta de la nariz rozando prácticamente el teclado”. De risa.
Tabernitas, figones, fonduchas de la calle Huertas. Redacciones y osadías. Desconocidos que entraban a ver a Romero con cometidos muy serios: “Director, quiero encontrar a ETA”. Zumbados, alcohólicos, letraheridos, gabardinas de callejón, reporteros luchadores y castizos, juntaletras mujeriegos y esquivos, poetas impecunes de provincias, noches que seguían en el café Gijón donde todo el mundo buscaba un suceso para ser Truman Capote. El libro empieza cuando el “padre prior”, “comiendo cacahuetes como un mono” en el Palace, la echa de El Mundo, y la Rigalt hace memoria, disuelve la vida en negro sobre blanco, porque escribir es como beber, se hace por el ruidito, para matar toda soledad, bien desde las teclas o los hielos, da igual. Tiempo de pensiones baratas, habitaciones con anciana y pajarito, vino negro, cogollo del barrio de Salamanca por épocas, malos compañeros de los que no dan ni un teléfono, buenos directores que pagan puntualmente, mucho fanfarrón sin Escuela de Periodismo ni Facultad de Ciencias de la Información, pero con teclas, y hielos, y todas las ganas de construir un país libre y una vida digna. No hay democracia sin periodismo. Claro que no. Lo otro es propaganda, donde no se saben las cosas. Grande, divertida, eléctrica Carmen Rigalt al son de este bolero en cuyo cenit se cita a Figueras, Estanislao Figueras, presidente de la Primera República durante cinco meses: “¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!”. Jamás nadie demostró mayor lucidez solitaria.
Escritor
Publicado originalmente en elimparcial.es