Martín-Miguel Rubio Esteban
El gran poeta portugués Cesário Verde, muerto por tuberculosis en plena juventud el 19 de julio de 1886, lo mismo que casi todos sus hermanos, escribió uno de los poemas más deliciosos y, a la vez, perturbadores, de su época, “Nós” (Nosotros). Cesário Verde, el gran poeta del campo, marcará profundamente la poesía portuguesa posterior y es bien conocido que dos heterónimos de Fernando Pessoa, Alberto Caeiro y Álvaro de Campos, lo invocarán como maestro. Gran parte de la vida del poeta, la mejor y más esencial, transcurre en una finca de su enfermiza familia en los alrededores de Lisboa, Linda-a-Pastora, y en una ferretería, perteneciente a su padre en la capital, en la Rúa dos Franqueiros. Publicó muy poco durante su corta vida y fue su gran amigo, Silva Pinto, quien realizó la edición póstuma de O livro de Cesário Verde. Sus composiciones expresan un interés entusiasta por una realidad cotidiana que él sabe ver con mirada transcendente, y en la que resalta sus vivos contrastes. Sus descripciones son de un verdadero artista plástico, entrando en el detalle, el color y la forma. Además de describir maravillosamente la Naturaleza y sentirse solidario con ella, también se extiende esa misma solidaridad con el mundo del trabajo, los pobres y los discapacitados, cuya dura existencia describe con realismo, pero con amor. El “campo” que Cesário opone a las ciudades modernas industrializadas es el campo real de la labranza y del ganado, de los campesinos, del cultivo de la fruta para la exportación a Inglaterra, en dura competencia con la Almería española. El campo representa la salud y el restablecimiento de la enfermedad, esto es, la salvación, frente a la ciudad, lugar de enfermedad y muerte.
Precisamente, este largo poema autobiográfico, “Nosotros”, comienza con la descripción de una escapada de toda la familia de Cesário Verde al campo, a su finca Linda-a-Pastora, cuando una epidemia de cólera está asolando la bella ciudad del Mar de la Paja. “Durante dos veranos, consecutivamente, / el Cólera y la Fiebre en la ciudad quedaron, / y de la capital, como liebre asustada, / huyó su población tal de la tempestad. / Mi padre, claro, luego de sabernos salvados,/ ( sólo habíamos tenido sarampión hasta entonces ),/ tanto nos vio crecer entre abundantes malvas,/ ¡que le tomó por eso un gran afecto al campo!” “Nosotros” es un poema bucólico en el sentido en que lo entendieron Teócrito, Virgilio u Horacio, pero para nada arcádico en el sentido sannazarista, y hasta un poco cervantino, en cuanto que la Galatea es la novela menipea más realista que se ha escrito en el marco del género literario pastoril. Un acendrado amor al campo y el típico realismo hispano-luso de toda nuestra mejor literatura son las dos principales características de este largo poema escrito en alejandrinos y endecasílabos con perfectos módulos acentuales o esquemas rítmicos, que no consigue verter la traducción de Amador Palacios, cuyo pequeño prólogo está lleno de erratas. El verso principal de la poesía francesa literaria, el alejandrino, se forma en la himnodia y la poesía latina medieval por emparejamiento de dos hexasílabos con marca final procedentes del dímetro yámbico por doble catalexis ( simple catalexis para el final “femenino”, es decir, el heptasílabo llano ) y la no fijación de acentos en las cinco primeras sílabas. La falta de condición prosódica en las 5 sílabas primeras permite la principal gracia de variación del alejandrino, unas veces marcando en 2ª, 4ª y 6ª, otras en 3ª y 6ª, a lo que los tratadistas suelen llamar forma yámbica y forma anapéstica respectivamente. Dada la naturaleza rítmica del final del verso francés, éste sólo puede ser llano o con final trunco ( “la e muda”), pero esto no ocurre en otras lenguas romance, como el portugués o el español, en las que es muy típica la existencia de una palabra esdrújula al final del primer hemistiquio – que es casi una regla en nuestro Juan Ruiz -. Los alejandrinos de Cesário Verde son muy tradicionales, y nada vanguardistas, manteniéndose siempre la diéresis al final del primer hemistiquio, lo que le da sin duda un ritmo muy solemne. Respecto a los endecasílabos, esquema rítmico que Dante inmortalizó y lo convirtió en el verso por antonomasia, Cesário Verde los tiene de todas las clases, sáficos, heroicos, melódicos o dactílicos. Esta variedad del endecasílabo se debe a que en él confluyeron distintos metros de la prosodia clásica: el trímetro yámbico, el endecasílabo falecio presente en la estrofa sáfica y el asclepiadeo menor con catalexis.
La descripción de la epidemia lisboeta nos recuerda muy bien los momentos más álgidos de nuestra pandemia: “De mañana, en lugar de coches de bautizos, / rodaban sin cesar fúnebres comitivas. (…) Los médicos, al lado de los últimos fieles/ (curas y enterradores), tiemblan por los enfermos”. Tiene una visión muy pesimista Cesário sobre la elección que suele tomar la muerte: “La enfermedad asalta al bondadoso/ y – aunque cueste creerlo – deja al malo”. Cesário Verde comienza cada verso con mayúscula, convirtiendo cada uno en un universo rítmico y de sentido, exactamente igual que nuestro Jorge Guillén, y no entiendo cómo los traductores de Cesário al español no mantienen esta liturgia. El joven vate lisboeta contrapone la artificiosidad fría y alejada de la Naturaleza del norte de Europa, sobre todo de Inglaterra, la gran importadora de materia agrícolas lusas, con la pujanza soleada y natural de un más primitivo Portugal. “¡De nuestra tierra las ricas primicias/ frente a tus frutas, retrasadas, agrias, / y el amoniaco de las queserías/ y la flema granjera de Inglaterra! / Oh, ciudades fabriles, industriales, / neblinosas y polvorientas de hulla, / ¿qué pensáis del país que os abarrota/ con la fruta que sale de sus fincas?” Incluso considera a la civilización ibera, no sólo no desconectada de la Naturaleza, sino profundamente telúrica, muy superior a la civilización británica, y más humana. “¡Nos habéis de envidiar, anglosajones! / ¡Ricos, suicidas, ved la diferencia! / ¡Aquí, todo espontáneo, alegre, tosco, / muy simple y evidente y saludable!” La tierra de la basura, recordando a los poetas clásicos, en una metamorfosis mágica que la industria humana no es capaz de conseguir, puede producir el más excelso y sutil fruto de fineza. “¡Oh pobre abono, cómo configuras/ estos pámpanos dulces como mimos! / ¡”Dedos de dama”: transparentes granos! / ¡”Tetas de cabra”: lácteas carnaciones!”. La figura del herrero, como compañero insoslayable de la labranza y gigante mitológico, hace posible la labor triptolémica. “Y así – la vida el pueblo es muy dura -/ el oficio de herrero me fascina, / con el fuelle anhelante, con su fuego, / su mazo que retumba en la bigornia”. La imagen de la muerte, encarnada en la delicada flor de una hermana tuberculosa, festonea todo este poema elogioso con el campo de labor, produciendo un contrapunto interno irresoluble, entre la naturaleza fuerte del campo trabajado por el hombre y la flor de invernadero de la hermana, muerta antes que los padres. “Si la generación decae, ¿qué hacer? / ¿Si se gasta la savia de los genes? / Todo se mustia. Extínguese una casta. / Muere primero el hijo, antes que el padre. / De cualquier modo, todo está afectado / por tu ausencia. ¡Cómo nos falta el aire, / oh flor cortada, delicada y alta, / que te secaste prematuramente!”. El poema retoma los versos alejandrinos al final, con un ritmo lleno de tristeza, maestoso, que describe la muerte de otro hermano. “Pobre chico robusto, lleno de porvenir. / No sé de un infortunio tan grande como el suyo.” Magnífico poema de la gran literatura portuguesa, sublimado con el abono de la muerte, para leer en estos tiempos tristes y desolados de confinamiento, de enfermedad en tantos órdenes de la vida.
Doctor en Filología Clásica
Publicado originalmente en elimparcial.es