Juan José Solozábal
A la vuelta del verano nos asaltan los compromisos todavía por atender y se acumulan las cuestiones que podrían ser objeto de comentario. Creía que agosto sería un verano gris; pero me he equivocado de medio a medio. Cuando llegué a la ciudad querida a principios de mes me llegó la noticia del fallecimiento de Mikel Azurmendi a través de un recuadro del País, firmado por Felipe Juaristi. Me hubiese gustado acudir al funeral en San Sebastián, pero erróneamente descarté que apareciese una convocatoria al respecto en el Diario Vasco, que por tanto no busqué. Azurmendi fue un vasco indómito, que nunca calló ni tembló. Un ejemplo frente a tantos acomodaticios o miedosos. Una referencia, entonces, lejana por lo infrecuente, pero modélica por la valentía que mostraba. Denunciaba, desde luego el terror etarra, pero también la sinrazón del supremacismo nacionalista y la incompatibilidad que este proclamaba o asumía con España. Era un tipo curioso que mezclaba el aventurerismo de los personajes barojianos con las obsesiones metafísicas de Unamuno. Lo hacía además desde su sabiduría como antropólogo y un estilo literario eficaz y zaratrustiano, con aforismos, paradojas y adivinanzas. Mandó algunas de sus piezas, adobadas además de sus conocimientos filológicos euskéricos, a Cuadernos de Alzate que regocijaban a los lectores. Murió atendiendo su huerto de Igueldo a la espera de una operación demorada. Su funeral, me dicen, fue oficiado por varios sacerdotes, pues Mikel había recuperado la fe. Se encontrará allá, seguro, con esos otros curas vascos, bravos y sabios como él, que yo, como conoce el lector, tanto admiro: Tamayo Ayestaran, Beristain,Tellechea..
2- La noticia del mes ha sido, claro, la retirada precipitada de Estados Unidos de Afganistán que ha sido acompañada por las tropas de muchos otros países, entre ellos el nuestro, y la ocupación del poder del territorio por los talibanes; lo que generará graves problemas de seguridad nacional e internacional, a medio plazo, y un futuro bien negro para determinados sectores de la población afgana, comenzando por las mujeres de ese país. El significado de esta retirada no puede ser correctamente entendido sin referirse a dos cuestiones. En primer lugar la falaz contraposición entre los intereses nacionales y los internacionales, de modo que el repliegue estadounidense cupiese justificarse desde las exigencias de la seguridad interna, que la atención a la óptica internacional pudiese impedir o dificultar. La tranquilidad americana frente al terrorismo o su liderazgo en la economía mundial requieren de una política internacional, que no puede ser la del espectador neutro o la limitada a prevenir y exclusivamente replicar a los ataques terroristas contra los Estados Unidos. Promover la democracia, establecer las condiciones de un orden económico mundial progresivo y justo, e impedir actuaciones contrarias al derecho internacional, son objetivos justificados desde una escala de valores occidentalista pero también responden a un sistema de relaciones internacionales que es el más conveniente a los intereses verdaderos de los Estados Unidos.
Es en este marco de comprensión donde pueden entenderse verdaderamente las dimensiones de la retirada de Afganistán que suscita además, como segundo tema de reflexión, el de las posibilidades de exportación de nuestro modelo democrático. Desde luego no se trata de ignorar lo que el esfuerzo americano y de otros países ha significado, acabando durante un buen espacio de tiempo con el dominio talibán, y acometiendo labores de construcción de infraestructuras e instalaciones sanitarias o educativas en un país en una situación de subdesarrollo extremo antes de la ocupación americana de los últimos veinte años. Pero lo que la retirada americana muestra es que el camino para el desarrollo de estos países no puede consistir ni exclusiva ni fundamentalmente en una actuación militar.
No es entonces que demos la razón al Presidente Biden cuando justificaba la retirada por asumir una tarea impropia, esto es, la “de construir la republica democrática”, sino que creemos que la democracia es otra cosa diferente a una intervención militar consecuente a un ataque terrorista. ¿Cómo se ayuda entonces para traer la democracia?
Primero tratando de hacer ver que la democracia no es una criatura occidental en exclusiva, o que, dicho de otra manera, sus raíces pueden derivarse de otras fuentes que las exclusivamente occidentales. A ningún propósito diferente al de establecer unas bases universales democráticas es a lo que responde la Declaración de los Derechos humanos de las Naciones Unidas aprobada en 1948 y cuyo cuestionamiento nunca se ha producido. La cobertura ideológica de tal declaración, exigida por los principios de la dignidad de la persona y el respeto de los derechos fundamentales, bien podría ser, a día de hoy, un humanismo sin base ni preponderancia occidentales y en el que se admitiesen contribuciones, también religiosas, de variada procedencia geográfica e ideológica. Habermas, como también Rawls o Dworkin, han precisado las condiciones en que tales aportaciones podrían incorporarse a un acervo ideológico racional y general con vigencia intelectual aceptada desde la Ilustración.
Catedrático
Publicado originalmente en elimparcial.es