Estoy en la Ciudad Luz y recorro las calles que fatigué hace 30 años cuando llegué aquí con una mochila llena de juventud, melena y barba, unos cuantos centavos en la bolsa y una felicidad a prueba de lugares comunes.
A golpe de vista –coup d’œil- nada ha cambiado en la ciudad. El otoño casi es invierno y el viento frío da a las mejillas de las muchachas un toque de rosa que ilumina su paso altivo en las concurridas aceras del quartier Latin.
Los clochards comienzan a instalarse en las salidas de aire caliente del metro. Los cafés han retirado las mesas de las aceras y en Montmartre ya prendieron las estufas para los que insisten que ahí no se puede tomar du café si no es en el empedrado de los callejones.
Pasada la primera impresión, entiendo que mucho ha cambiado. Hace tres décadas vivía en una azotea y mis vecinos eran senegaleses de Matam que se sentían enfants de la Patrie y ahorraban cada céntimo para dar a su parentela una vida mejor.
Los descendientes de aquella tribu incendiaron autos y balearon policías en los suburbios de París. Lo supe por Abu. Vive aún en los cuartuchos y me reconoció al verme parado frente al derruido edificio. Abu ya es un anciano. Me dijo que la Patrie los traicionó. Que sus hijos, nietos y bisnietos, estaban desempleados. Que no tuvieron oportunidades. Que los discriminaron. Abu me preguntó si en México podrían rehacer su vida.
Lo invité al café y bebimos pastis toda la tarde. Prometí escribirle.
En todos estos años mis pies no perdieron la memoria. Sin que les ordene me llevan de uno a otro quartier a los lugares de mi juventud parisina. En la Rue du Chat qui Pêche ya no está el bar en donde una española inmensa cantaba aires de zarzuela, me gritaba, “¡Olé, mexicano!”, y me regalaba vin rouge a cambio de las historias de un mi abuelo que salió de las Canarias y sin saber cómo llegó a Acámbaro y se robó a una mi abuela con la que inauguró una de las familias más disfuncionales de las que se tenga noticia.
Pero el recuerdo sigue ahí, fundido en las piedras que fueron de la ciudad romana, o la celta, vaya uno a saber.
Después me conducen a Shakespeare and Company y al estar frente al bajorrelieve del bardo sobre la entrada, revivo, como diría M., la magia de la primera vez.
No es el mismo local en donde Sylvia Beach soportaba las fatuidades de Hemingway y aliviaba con té de flores la melancolía de Joyce y se resignaba al insoportable ego de Pound. Aquél fue pulverizado por una bomba alemana.
Pero no tengo duda de que los mismos espíritus siguen rondando el local mohoso al amparo de la sentencia de Henry Miller: “No seáis descortés con los extraños porque pueden ser ángeles en disfraz”.
Ahí, en el tercer piso, junto a la cama de George Whitman en la que retozan los gatos de la casa, mi duende doméstico me reencontró… pero de eso hablaré más adelante.
París no es como Nueva York. Tampoco es como Madrid, o Sydney, o CdMx, o Praga. Vaya, ni siquiera es como Xalapa, Puebla o Monterrey. Y no lo digo bajo los efectos del eau de vie que se dispensa en los alrededores de Les Halles de donde acabo de volver, lo juro. París, regreso al lugar común, es un momento en la vida de los jóvenes que tienen la osadía de ir a vivir ahí… y el valor de enfrentarse a su recuerdo 30 años después.
El funcionario no cree que hace 30 años viví en París con 200 dólares al mes. Le digo que mil millones de personas en el mundo sobreviven con un dólar al día, así que no fue una gran hazaña. Deja sobre la mesa su gin & tonic, me obsequia una mirada de conmiseración y vuelve la vista a los ventanales del Café de la Paix que refulgen con la luz del atardecer parisino. El es un político y no se siente cómodo en compañía de un periodista. Así debe ser. No somos iguales.
En la avenida hay un abigarrado transitar de personas y vehículos. Me pregunto qué hace que las calles de París siempre estén de fiesta. Quizá sean las mujeres. O los jóvenes. O los ancianos. O los clochards. O los edificios. Tal vez sea un hechizo celta. No lo sé. De todas las ciudades que conozco, ninguna está en sus calles como esta.
En la acera frente al café un motociclista vestido de rojo estaciona su vehículo tapizado de calcomanías deportivas, comerciales y eróticas. Se abre la chamarra y aparece un pequeño can con un casco. El chucho no parece estar incómodo. Sólo en París…
Hace tiempo en un suburbio de la ciudad dos jóvenes que huían de la policía se escondieron en la caseta de un transformador y se electrocutaron. Eso desató una ola de violencia como el episodio de Rodney King en California. Cientos de autos fueron incendiados. Fue una competencia perversa. Si los diarios reportaban X voitures flammes en un arrondissement, los movilizados en el de junto le metían gasolina y cerillo a N al día siguiente.
En los periódicos, en la tele y en la radio aparecieron los sociólogos del Apocalipsis para explicar las causas profundas del alzamiento. Mejor recurrí a un experto: un taxista. Dijo que los inmigrantes eran todos unos rufianes, que el presidente debería estar en la cárcel y que mientras el Ministro del Interior no tomara las riendas, la República no hallaría la paz. Vive la France!
Los meseros son, más que una clase social parisina, una cofradía masónica. Seis lustros después parecen un poco más tolerantes y algunos incluso hablan inglés, pero en el fondo no han cambiado.
En México uno pregunta si tal o cual platillo va acompañado de papas o ensalada. Acá, revisar la carta más de 30 segundos es un agravio. Y ni hablar de pedir, por ejemplo, un omelet de claras. Mon Dieu! ¿Pues qué el Señor no dispuso que las gallinas nos dieran huevos con yema? Sólo a un extranjero salé se le ocurren tales tonterías.
Cierto que hace tres décadas tuve muy pocas discusiones con meseros porque con 200 dólares al mes no se conocen muchos restaurantes, pero cuando se dio el caso me vengué no dejando propina. Hoy en todas partes es service compris y aunque el adiposo garçon nos arroje el plato o grite que le hemos interrumpido en su repás, de todos modos se lleva el 17% sobre la cuenta.
Los callejones del barrio universitario y de Montmartre tienen el mismo olor e iguales tonalidades terrosas, pero ya no son tan divertidos pues no es necesario que revise con lupa los menús que los griegos colocan a la entrada de los comederos para ver qué puedo pagar.
Y en Au Chez Eux no sudo cuando mis invitados piden otra botella de vino.
Ya puedo tomar un taxi sin ver el medidor.
En esto, mi París ha perdido el encanto. Pero hay pasados que son implacables. Como dije, en el cuarto piso de Shakespeare & Company mi duende personal me reencontró. Hace tiempo que vivía entre los libros en espera de mi regreso. Es un espíritu chocarrero, mezcla de aluxe y gremlin.
En aquellos años setenta me torturaba sin miramientos. En este regreso se apropió de mi pasaporte. Busqué, según dictan los cánones, por cielo mar y tierra.
Reporté la pérdida a las autoridades. Me resigné al exilio forzoso en tanto la
Embajada, o Relaciones Exteriores, o el Registro Civil o la Secretaría de Gobernación, o la dependencia que sea la que certifica la ciudadanía, comprobara que sí soy mexicano, que me sé el himno nacional y que me reconozco en la Virgen de Guadalupe.
Mas París, además de una fiesta, es un milagro. Unas horas después, el geniecillo depositó el verde documento sobre una mesa que varios testigos habían visto limpia de cualquier objeto.
Creo que fue su bienvenida. No sé si habrá regresado a México conmigo.
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