La Carta Democrática de la OEA (2001)

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Alejandro San Francisco

El 11 de septiembre de 2001 fue un día dramático para la humanidad. Como muchos recordamos, un atentado terrorista derribó las Torres Gemelas en Nueva York, provocando la muerte de miles de personas. El mundo consternado miró por las pantallas de televisión la repetición de las imágenes, en las cuales los aviones chocaban contra los edificios que pronto se derrumbarían, dejando secuelas de dolor y de muerte, marcando un antes y un después.

En esa misma fecha, en Lima, Perú, la Organización de Estados Americanos (OEA) desarrollaba una sesión en la que se decidiría la Carta Democrática Interamericana, en base a los principios señalados en numerosas ocasiones por los países miembros, así como en consideración a la realidad reciente del continente y la necesidad de reafirmar ciertas bases de convivencia. Esto implicaba no solo reafirmar la democracia como sistema, sino también mecanismos de acción contra la vulneración de los procesos institucionales o los ejercicios del poder propios de la democracia.

Con estos criterios, la Carta establecía en su artículo 1: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla. La democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Américas”, para luego agregar: “El ejercicio efectivo de la democracia representativa es la base del estado de derecho y los regímenes constitucionales de los Estados Miembros de la Organización de los Estados Americanos” (art. 2). En la definición de la democracia, la Carta señalaba ciertos criterios fundamentales, como el respeto a los derechos humanos y las libertades personales fundamentales; la existencia de elecciones periódicas libres y justas, basadas en el sufragio universal y secreto; la sujeción al estado de derecho; pluralismo de partidos y de organizaciones políticas, así como la separación e independencia de los poderes públicos.

Muchas de estas declaraciones podrían parecer obvias o quizá no tendrían sentido en otras sociedades con democracias más consolidadas, como ocurre en Europa. Sin embargo, en la mayoría de los países de América Latina la declaración y la explicación de la democracia y sus características no tiene la lógica propia de la ciencia política, sino de su necesario fortalecimiento en un contexto histórico de gran relevancia de gobiernos militares, fijación revolucionaria, caudillismos y vulneración de los regímenes democráticos.

En otros planos interesantes, la Carta expresaba que la democracia y el desarrollo económico y social eran “interdependientes” y se reforzaban mutuamente. También exige la preservación y el manejo del medio ambiente, así como la educación aparece como un elemento clave para fortalecer las instituciones democráticas. En otro ámbito, que en estos tiempos debería estar asumido en todas partes, se constata la necesidad de promover la plena igualdad en la participación de las mujeres en las estructuras políticas de los diferentes países.

En cuanto al “Fortalecimiento y preservación de la institucionalidad democrática”, la Carta sostiene que “la ruptura del orden democrático o una alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático en un Estado Miembro constituye, mientras persista, un obstáculo insuperable para la participación de su gobierno en las sesiones de la Asamblea General, de la Reunión de Consulta, de los Consejos de la Organización y de las conferencias especializadas, de las comisiones, grupos de trabajo y demás órganos de la Organización”.

A veinte años de esta declaración, que fue aprobada por aclamación, parece necesario realizar un análisis o balance sobre lo que ha sucedido en términos de fortalecimiento de la democracia en la región. Los resultados no son felices y muestran problemas, contradicciones y retrocesos que deben tenerse en cuenta. Recientemente Carlos Malamud ha enfatizado los avances autoritarios en América Latina, señalando que la Carta Democrática pronto fue “papel mojado” y que existe un “uso del lenguaje y de los conceptos para construir un relato antidemocrático y anti-liberal” (en Clarín, 5 de septiembre de 2021).

En el plano teórico, es evidente que ha surgido en la última década una discusión sobre el tipo de democracia que existe en el continente, debate que ciertamente es de carácter mundial y tiene numerosas variantes. La irrupción del populismo, en sus diversas formas, es uno de los mayores desafíos que enfrentan las democracias, a lo que se suma la perpetuación de algunos gobernantes en el poder –por vías electorales o por otras vías– lo que va horadando las instituciones y afecta la limitación de los poderes públicos y la vigencia del estado democrático de derecho sobre la voluntad de las personas o los partidos gobernantes.

La dictadura de Cuba cumplió en enero de 2021 sesenta y dos años de vida; el régimen bolivariano ya se extiende por más de dos décadas; en Nicaragua habrá una parodia electoral que permitirá continuar en el poder al sandinismo; se acaba de anunciar la posibilidad de reelección en El Salvador; Perú ha sufrido rotativas presidenciales en el último tiempo; Chile, Ecuador y Colombia han enfrentado sendas asonadas populares; numerosos países discuten la mantención o transformación de sus regímenes constitucionales, que parecían consolidados al comenzar este siglo XXI. Ninguna de estas cosas es enteramente original en América Latina, pero la diferencia es que hoy ocurre cuando parecía que la democracia había llegado para quedarse, como supuso el mundo entero a fines del siglo XX.

Historiador

Publicado originalmente en elimparcial.es