Fernando Muñoz
Decía en este mismo lugar que la atmósfera ideológica que pesa sobre nosotros hace cada vez más difícil hablar o escribir. Esa opresión tiene un lado positivo: exige medir con rigor la palabra, lo que, aunque no evita el ataque, lo anticipa y consigue esquivar algún golpe. Hemos de escribir o hablar con mayor precisión y parsimonia, lo que nos hará a la vez más exactos y cabales.
Ese cuidado en la palabra no ha de confundirse, sin embargo, con la cesión. No hemos de transigir con la excesiva tolerancia que exige el dominio de la corrección política. En efecto, en buena parte del espacio que en el pasado fue público, hoy sólo se nos dará voz si aceptamos conceder de antemano gran parte del terreno. Hemos de advertir, sin embargo, que no se trata de una retirada estratégica, porque es un terreno irrecuperable el que se cede para recibir la acreditación que nos permita subrayar, matizar o disentir en el detalle. Es demasiado lo que se pierde al adornarnos con la capa de la corrección política, con la que se nos quiere convertir en interlocutores aptos para el diálogo. La exigencia es extrema y tajante: sólo esa concesión nos permitirá eludir el delito que tipifican las leyes de odio, de memoria democrática y, en general, la legislación que define la corrección o la nueva ortodoxia.
Hipólito Taine escribió en relación al ideario jacobino que “puesto que es la virtud, no se le puede hacer frente sin delinquir”. La victimización del grupo – de cada minoría – en cuyo nombre se erige la barrera ideológica, forma parte del ropaje de virtud con el que se invisten las posiciones declaradas correctas por la ley. ¿Ropaje o disfraz? Poco importa porque – habiendo suprimido toda idea de verdad – bastará con establecer la posición o hacerla entrar en vigor, que es un modo sutil de indicar que se impone por la fuerza, para que ocupe sucedáneamente el lugar de la verdad. El pensamiento abstracto se contempla teñido de odio precisamente por los mismos que son incapaces de distinguir entre las ideas y las personas, de manera que suponen odio en cualquier oposición: por lógica y distanciada que se pretenda.
La “verdad” envilecida se define hoy por su vigencia, no en vano tiene tras de sí la fuerza capaz de hacerla cumplir o de establecerla. Es pensar por decreto. Será reo de un delito de odio, juzgado execrable y convertido en chivo expiatorio, todo aquel que ataque los puntales inamovibles del orden moderno: igualdad, libertad, solidaridad. Principios plasmados en el régimen democrático, aureolado con sus derechos humanos y orientados hacia una radicalización extrema que se realiza como ecualización perfecta de todos y cada uno de los átomos solitarios, emocionalmente sujetos al vaivén de las pantallas que gobiernan los medios de formación de masas. Sujetos incapaces de pensamiento abstracto, tomados por esas mismas pasiones inmediatas – de odio o de adhesión – que atribuyen a sus contradictores. Sujetos infantiles sin inocencia, armados y peligrosos.
Los historiadores saben bien que no hay ganancia sin pérdida, que la ley política que destruye la unicidad, la singularidad o la diferencia de cada ser humano, llevándolo al plano abstracto e igualitario de la Ciudad, supone necesariamente el ocaso de los vínculos personales más profundos. Es así desde Antígona, desde el hondo surtidor de la realidad histórica. La novedad actual radica en el grado límite que ha alcanzado la dominación política, en nombre de la más extrema igualdad y libertad. Sorprendentemente la negación de la raíz antropológica, nutrida de la filiación y el parentesco, concede hoy el triunfo al orden masculino cuando realiza el antiguo sueño de Jasón, que quiso prescindir de las mujeres para concebir.
El nuevo ciudadano cosmopolita, soñado por la cultura liberal, está dispuesto a hacer valer su programa con el vigor político del decreto ley. Nos forzará a una escritura oscura, habremos de susurrar viejas verdades, pero no impedirá que señalemos – bajo su nuevo orden – las semillas perversas de la distopía. Aguardamos la realización de la ectogénesis, la liquidación del parentesco, la formación de una subjetividad emotiva e inmediata… mientras medimos en silencio la dimensión de la pérdida que acompaña esta definitiva victoria de una igualdad y una libertad envilecidas. El nuevo hombre será el producto normalizado de la industria genética y no conocerá los últimos lazos que nos unían desde la raíz profunda de la carne. La pérdida será proporcional a una ganancia tan extraordinaria.
Doctor en Filosofía y Sociología
Publicado originalmente en elimparcial.es