Fascismo rojo sobre fondo blanco

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Fernando Muñoz

Leyendo la biografía de Eduard Limónov (Eduard Veniamínovich Savenko. 1943-2020), por Emmanuel Carrère, he conseguido extremar una honda sensación de acabamiento. No es una depresión psicológica, no es un pesimismo ontológico, es la sencilla constatación del ocaso de nuestro tiempo, que es sencillamente el tiempo de la historia o de Europa. He llegado pensar que, aunque hay un futuro sin Europa, será un futuro sin historia. Como si Europa, este gran apéndice en el que Asia se transfigura, fuera el lugar de la historia.

Habrá acontecimientos en la era global del dominio asiático, pero desaparecerá su eco trascendente, serán movimientos intrascendentes, al margen de su magnitud: revoluciones en el termitero humano, demasiado humano, de la Era de la estandarización perfecta. Acepto todas las acusaciones de etnocentrismo, pero las desprecio como el signo evidente del avance inexorable de esa homogeneización que asumen los filósofos correctos, todas sus frentes nimbadas por el brillo inmaculado del bien.

Limónov, esteta marginal o nihilista decadente, atesoraba asombrosamente los últimos restos activos de una energía delicuescente. No son muchos los que saben que Europa murió hace tiempo y que también Rusia ha muerto: “más Europa que Europa”, dice Limónov. Muchos se apresuran a enterrar el cadáver antes de que siga pudriendo el aire de su atmósfera higiénica de orden y progreso. Pero hay en el libro de Emmanuel Carrère – nieto de rusos blancos – una página que despierta alguna esperanza ante la figura de Limónov, pero acaso especialmente ante la de su biógrafo.

El joven Carrère había escrito un libro sobre el cine de Werner Herzog, al que tuvo que entrevistar poco tiempo tras la publicación. Herzog no lee francés, pero Carrère hizo llegar el libro a su agente de prensa. El cineasta le recibió en su suite del Hotel Carlton y, al hacer pasar al periodista, pudo éste ver su libro en una mesa, lo que le sugirió un comentario del tipo: “se lo dieron, sé que no lee francés, pero…” Herzog cortó la frase: “I prefer we don´t talk about that. I know it´s bullshit. Let´s work” (Prefiero no hablar de eso. Sé que es una mierda, vamos a trabajar).

Un amigo le reprochó: “esto te enseñará a admirar a los fascistas”. Pese a todo, Carrère sabe que Herzog es “capaz de una compasión vibrante”, lo que conduce al francés a señalar dos modos de respuesta a la evidente dureza e injusticia del mundo: de la sociedad y de la historia. Una es la respuesta nietzscheana, que podría ser la de Limónov y que se atribuye a la lucidez del fascismo, dice: “Es la realidad, es el mundo tal cual es”. Toda otra respuesta incurriría de un modo u otro en la “mentira piadosa, el angelismo de izquierda, lo políticamente correcto y está más extendida que la lucidez”. A mi juicio, no se trata de una cuestión de lucidez o, digamos, de racionalidad.

Carrère señala un segundo modo de respuesta: “Yo, a mi vez, diría: el cristianismo. La idea de que, en el Reino, que no es desde luego el más allá, sino la realidad de la realidad, el más pequeño es el más grande”. Formula la misma idea con un sutra budista: “el hombre que se considera superior, inferior o incluso igual que otro hombre no comprende la realidad”. Es una apelación a la irreductible unicidad de la vida de cada persona singular, que no deja de ser – sin embargo – una realidad comunitaria. Apelación a un orden comunitario donde cada uno es irreductible y único, un orden en contradicción histórica con el Estado. Termina el novelista: “Esta idea quizá sólo tenga sentido en el marco de una doctrina que considera que el “yo” es ilusorio”. No diría tanto, pero es un resultado o un producto, sublime pero posterior. La persona singular es la flor de la comunidad. Esa respuesta nos es cada vez más extraña, cada vez menos inteligible, cada vez más lejana.

Desde esa perspectiva la figura de Eduard Limónov se engrandece cuando conocemos, por una parte, el juicio que a Carrère le merece Olga Mátich “…una rusa blanca de unos sesenta años que enseña literatura en Berkeley y conoció a Eduard por la época en que él vivía en Estados Unidos…”. Olga Mátich “…no sólo es una mujer inteligente y civilizada sino profundamente buena… me fío de ella”. Por otra parte, el juicio que Limónov merece a Olga Mátich: “he conocido a escritores, y sobre todo a escritores rusos. Los he conocido a todos. Y el único hombre bueno, bueno de verdad, era Limónov. Really, he is one of the most decent men I have met in my life”. Es un pequeño círculo de confianza mutua.

Por si hiciera falta, Carrère señala que la palabra decent ha de entenderse en el sentido que le daba George Orwell cuando hablaba de la common decency: “Esa virtud más extendida en el pueblo que en las clases superiores, que es sumamente rara en los intelectuales, que consiste en una mezcla de honradez y sentido común, de desconfianza hacia las grandes palabras y respeto a la palabra dada, de apreciación realista de la realidad y de atención al prójimo”.

La esperanza a la que me refería sólo puede manar de esa sencilla caridad.

Doctor en Filosofía y Sociología

Publicado originalmente en elimparcial.es