Juan José Solozábal
1- El verano suele ser la ocasión que esperamos para acabar tareas pendientes o saldar compromisos ineludibles, que teníamos retrasados. Me referiré a tres trabajos que debía leer y que me han sugerido alguna reflexión que quizás interese a quien siga este Cuaderno. No voy a identificar estas lecturas y advierto que tampoco me refiero a sus tesis centrales sino a alguna cuestión marginal de las mismas, aunque, creo yo, interesante.
El primer libro a considerar es un estudio inédito sobre la enseñanza de los derechos fundamentales en la escuela que se justifica desde la inevitabilidad de tal materia, habida cuenta de su imprescindibilidad para la formación del alumno y desde su exigencia en una sociedad democrática. En efecto, la democracia, como forma política racional y como orden de convivencia efectivo, requiere de la sintonía espiritual de los ciudadanos, una afinidad que viene a ser algo así como aquella virtud, en términos de Montesquieu, que necesita para su legitimación toda ordenación política. Aunque será la propia vida de la comunidad de donde resulte su mejor justificación, no sobrará que, en lo que hace referencia a la democracia constitucional, el alumno disponga de una explicación de las bases valorativas y los rasgos institucionales de la misma, ofrecida a la vez con claridad y suficiencia. Si la cuestión se contempla desde el lado individual parece que es inevitable que el educando adquiera en la escuela una primera noción de sus derechos más importantes, los que afirman su seguridad y libertad primordiales, y sin los cuales su dignidad y autonomía personales no podrán desarrollarse. En algo parecido a todo esto pensaba el autor de la Constitución de Cádiz cuando en uno de sus artículos, el 368, imponía “en todas las universidades y establecimientos literarios “, la explicación “de la Constitución política de la Monarquía”, por no hablar de la previsión en la Constitución de Weimar de la entrega al finalizar sus estudios al escolar de un ejemplar de la Norma Fundamental.
En realidad de lo que se trata es de cumplimentar la propia idea constitucional de la educación, a la que nuestra Norma Fundamental propone fines que operan no solo como límites sino como objetivos ineludibles de toda la enseñanza. A la cabeza del artículo 27 CE, que contiene nuestra constitución educativa, se señalan los fines y principios de la educación, de la que se ofrece una visión humanista y cívica (“La educación buscará el desarrollo de la persona y el respeto de los principios democráticos” dice en esencia tal precepto).
Por cierto este principialismo del constituyente, obvio en el artículo 27 CE, ilustra significativamente la propia condición material que el sistema constitucional posee. Sin duda, la consideración de esta precepto, tan sazonado espiritualmente, tiene un alcance bien relevante, pues tal disposición, puesta en relación con otras, cuya conexión es indudable con la misma, nos permite entender correctamente la propia condición material que el orden constitucional posee. Cierto que la apertura constitucional es evidente, como se desprende de la inexistencia de límites a la reforma de nuestra Norma Fundamental, salvados los de naturaleza lógica o democrática, y así ni están prohibidos los partidos anticonstitucionales ni se acoge explícita o implícitamente la tesis de la democracia militante, pues no se castiga con la pérdida de los derechos su ejercicio abusivo, de modo que parecería que la preocupación del constituyente primordial ha sido la de establecer un sistema político que funcione con regularidad y limpieza. Sin embargo, como lo prueba el artículo 27 CE, el orden constitucional no es meramente procedimental o formal, y no hay por tanto indiferencia ante sus bases ideológicas, como si se tratase de una cuestión irrelevante para el sistema político. Hay, en efecto, diferentes afirmaciones constitucionales, atinentes a valores y principios, la justicia o la dignidad de la persona, o criterios de funcionamiento de la forma política establecida, como ocurre con la solidaridad, que contradicen la neutralidad o insensibilidad hacia valores materiales, de manera que nuestra democracia pudiese contemplarse, según señalábamos, como exclusivamente formal o modal
2- La segunda lectura se refiere a un libro sobre el pensamiento político de Manuel Azaña, que asimismo aparecerá pronto. Como decía antes no se trata de llamar la atención sobre el núcleo de la monografía, sino de formular algunas observaciones al paso de su lectura. Tres en concreto. Primero, constatar la actualidad permanente de este autor. El debate sobre la significación de Manuel Azaña, como político o como intelectual, no cesa. Dos importantes contribuciones a la historiografía de nuestro reciente pasado lo demuestran. Me refiero a Repensar España de Juan Pablo Fusi o Republica encantada de José María Ridao, libros donde se contraponen Ortega y Azaña como exponentes de las correspondientes interpretaciones de la España contemporánea, denunciando carencias de nuestro deficiente sentido nacional o de la organización inconveniente del Estado, en realidad manifestación de sendos modos de entender el fondo o sustrato último español.
En segundo lugar, la idea de formación de España que Azaña tiene, especialmente respecto del siglo XIX. Se trata de tesis que Azaña ha ido rumiando en sus largos años de preparación y estudio; y que se trasmiten ocasionalmente sobre todo en discursos parlamentarios u otras intervenciones públicas, etc. La historia moderna de España es una historia extraviada, distraída en la aventura americana y que ha constreñido las energías nacionales bajo la férula de los Austrias y los Borbones: un potencial frustrado después de la experiencia liberticida de la represión comunera. España tuvo otra oportunidad tras la revolución contra los franceses y la monarquía borbónica pero en el siglo diecinueve, señala Azaña en una coincidencia bien llamativa con Perez Galdós, se saldó con un pacto claudicante entre la Corona, la aristocracia y unas clases medias sin empuje ni decisión suficientes para afrontar su propio destino. La perspectiva no podía ser la rectificación de la constitución monárquica sino la República, entendida como empresa revolucionaria nacional.
En tercer lugar, el caso de Azaña ejemplifica las oportunidades del intelectual en la política, proponiendo un plan reflexivo de transformación de la sociedad y el Estado, llevado a cabo a través de la movilización del discurso. Se trata de verificar un diseño y llevarlo a efecto democráticamente, convenciendo al auditorio utilizando la razón y sumándole cordial y espiritualmente a la labor patriótica de la transformación nacional. En Manuel Azaña el intelectual, decimos, no solo es convocado a diseñar el plan reconstructor sino a efectuar la movilización democrática que lo efectúa. Quizás Azaña es un ejemplo de los riesgos del esprit de système que acechan al intelectual y de su inclinación a la abstracción. Kedourie contraponía a esta idea ideológica de la política la visión constitucional de la misma, más apegada que a la perfección ideal a la atención a los intereses razonables de todos, partiendo de los datos que ofrecen la realidad o el modo de ser de la sociedad. Lo que si es cierto es que Azaña no incurrió en la ineptitud del intelectual a que se ha referido Steiner, pensando en su incapacidad para decidir por miedo a la equivocación. No evitó la ebriedad de lo absoluto ni se paró ante la invitación al salto, y se atrevió a vivir la plenitud, a arriesgarlo todo.
3- El tercer trabajo que me proponía comentar, aunque fuese en sus márgenes, entresacaba de un excelente memorial sobre la transición, la idea centrista de UCD sobre el problema regional. Dejémoslo, si acaso, para otro momento.
Catedrático
Publicado originalmente en elimparcial.es