Roberto Alifano
Se cumplen los setecientos años de la muerte del poeta Dante Alighieri y, como bien se sabe, Jorge Luis Borges fue uno de los devoto y estudiosos de la Divina Comedia. Retenía en su prodigiosa memoria infinidad de cantos y podía pasar horas enteras comentando pasajes del Infierno, el Purgatorio o el Paraíso. Desde muy joven frecuentó la obra de Dante Alighieri y mantuvo con ella un íntimo trato; según lo confesó, fue la lectura casi excluyente de la que se supo acompañar en los ciudadanos viajes, que realizaba a diario cuando trabajaba en el modesto cargo de auxiliar tercero de una modesta biblioteca municipal del barrio de Almagro, de la que fue cesanteado por el Peronismo y humillado con el ignominioso cargo de “inspector de aves, conejos y huevos”.
Los temas esenciales que dominan las páginas de Borges son suficientemente conocidos. Abarcan los espejos, el tiempo, los laberintos, el coraje, los tigres, la mitología y los sueños; también algunas veces lo exaltó el amor, algo inherente a todo genuino poeta. De manera que no fue ajeno a la poesía amatoria. Curioso incorregible, a quien sólo le interesaba una cosa: todo; además del prodigioso escritor, Borges fue un lector pertinaz y hedonista que nos devolvió, enriquecido por su genio, a los autores que lo deslumbraron.
“Yo vivía en Palermo -recordó ante mí una mañana- y en el tranvía 76 que me llevaba hasta el barrio de Almagro, ubicado en la otra punta de Buenos Aires, aprovechaba para leer todas las ediciones que descubría de la Comedia”.
Con el correr de los años, Borges se fue interiorizando como pocos en ese espléndido universo imaginado por el poeta florentino; no sólo en la magnitud de la obra, sino también en su azarosa existencia. Nueve ensayos dantescos, se titula el volumen que reúne sus conferencias y diálogos pronunciados en distintas épocas, y bien corroboran esas originales jornadas.
En la Década del ‘60, acompañando a Borges y a su entrañable amigo Carlos Mastronardi, llegué hasta una oficina del Palacio Barolo donde un grupo de devotos y estudiosos de Dante Alighieri, se reunían secretamente para leer y estudiar su Divina Comedia. El enjundioso traductor don Enrique Martorelli Francia, Norberto Silvetti Paz, Ariel Canzani D. y el pintor José María Mieravilla, lo encabezaban. Era una fiesta estar allí.
Recuerdo que un bochornoso mediodía de diciembre, que amenazaba con tormenta, almorcé con Borges en un restaurante cercano a la Plaza del Congreso. Cuando salimos a la calle me propuso hacer un alto en el Palacio Barolo para rememorar el sitio de esos encantadores amigos, ya dispersados. Al llegar a la Avenida de Mayo, la contenida lluvia que amenazaba desde la mañana se desató con un fuertísimo viento del norte y las nubes negras no tardaron en cubrir el cielo. Los truenos rebotaron contra las vidrieras de los comercios, estremeciéndonos.
“Quizá convenga protegernos -sugirió Borges, aferrándose de mi brazo-. ¿Falta mucho para llegar?
Caían las primeras gotas y le propuse hacer un pequeño esfuerzo.
“Nos queda menos de media cuadra; con un poco de suerte llegamos antes de que empiece la lluvia -alenté.
Así lo hicimos. El vendaval fue piadoso con nosotros, nos permitió llegar, pero apenas entramos en la galería del Palacio Barolo, el agua se precipitó con tal intensidad que en pocos minutos cubrió la vereda. Debido al impedimento de su ceguera, como siempre lo hacía cada vez que visitábamos el lugar, Borges me pidió que le leyera las inscripciones en latín que hay en las arcadas de los techos. El portero, con cara de sabueso y expresión de poco amigo, los codos apoyados en el mostrador de entrada, nos miró como bichos raros por encima de sus lentes, con ojos inquisidores.
“¿Los puedo ayudar? -preguntó, intentado ser amable- ¿A qué oficina van?
“No, no vamos a ninguna oficina -me excusé-, sólo queremos, si usted nos permite, resguardarnos de la lluvia.
El agua torrencial hizo que otra gente entrara para protegerse y el sabueso no nos prestó más atención.
“El poeta Carlos Mastronardi vivía en un hotel de esta avenida, a pocas cuadras de aquí, y cada tanto visitábamos también a un amigo abogado que tenía su despacho creo en el octavo piso -recordó Borges-. En este edificio se encuentran las oficinas del “Círculo Dante”.
“Se encontraban, Borges -me resigné-. Eso fue en otros tiempos.
“¡Caa-ram-ba cómo desaparecen las cosas gratas -se resignó también él-. De manera que ya no existe más la secta de los devotos de Dante.
“No. Algunos ya murieron y otros se han dispersado.
Siempre propenso a ilustrar a sus interlocutores, el autor de “El Aleph”, comentó:
“Esta construcción se hizo en épocas de bonanza económica, en los años veinte, cuando la Argentina era el granero del mundo.
“Tengo entendido que hasta fines de 1930 este fue el edificio más alto de Buenos Aires -agregué-. Y lo que podemos llamar el primer rascacielos de nuestra América.
“Sí -asintió Borges-, superó en altura al edificio de la galería Güemes, que está en la calle Florida. El Palacio Barolo no sólo fue el más alto de Buenos Aires, sino de toda Sudamérica. Eso fue hasta 1938, cuando construyeron el Kavanagh, que está ubicado cerca de mi casa, en la plaza San Martín. El Palacio Barolo tiene cien metros de altura por los cien cantos de la Divina Comedia. Yo recuerdo que cuando era muchacho si una persona pasaba el metro ochenta, decíamos: “fulano es más alto que el Barolo”. Resulta curioso que se lo haya construido con la simbología de la obra de Dante y que toda la estructura observe una correspondencia casi exacta con algunos cantos; por ejemplo, se divide en tres partes: infierno, purgatorio y paraíso. En la cúpula están representados los “Nueve Coros Celestiales” y tiene veintidós pisos, igual que las estrofas de la Comedia.
“¿Usted seguramente conoció a Mario Palanti, el arquitecto que lo diseñó y se encargó de la construcción? -pregunté-. Fue amigo de Victoria Ocampo y de los Bioy. Palanti fue otro devoto de Dante.
“Sí, eso lo sabía. Yo lo conocí, pero no fuimos amigos, es una pena -se lamentó Borges-. Era una persona muy agradable, y muy talentosa también. No tuve la oportunidad de ser amigo de Palanti, pero me hubiera gustado. Alguien me dijo, creo que Victoria Ocampo, que era un erudito del poeta florentino. Él visitaba a los Bioy muy seguido. ¿Y usted lo conoció?
“No. Yo recuerdo haberlo visto de lejos -dije-; pero nunca conversé con él. También fue amigo de la familia Vasena y del doctor Bioy, el padre de Adolfito, que fue quien lo ayudó para instalarse en Buenos Aires. Palanti era italiano, de Milán y, al parecer, le fue muy bien aquí. Construyó muchos edificios en esta ciudad y algunas bóvedas en el cementerio de la Recoleta. Las malas lenguas dicen que se apropió en Ravena de las cenizas de Dante y las ocultó aquí.
“¡Bue-ee-no! -exclamó Borges-. La gente tiende a lo descomunal. Es una exageración, me parece. ¡Cómo se le ocurre que van a estar aquí las cenizas de Dante!
“Palanti también pasó por Montevideo, donde diseñó otro edificio similar -comenté-, el Palacio Salvo.
“Sí, ese edificio está ubicado en la avenida 18 de julio -respondió Borges, buen conocedor de esa ciudad, que de joven había frecuentado gracias a sus parientes, los Haedo-. Pero no es tan alto como éste, creo que tiene cinco metros menos. Palanti llamó a las dos construcciones “Las columnas de Hércules del Río de la Plata”. Se decía que ambos edificios, con sus faros iluminados, podían dialogar entre ellos por sobre el río. Cuando pelearon los boxeadores Firpo y Dempsey en los Estados Unidos, la cúpula del Barolo estaba preparada para comunicar con sus luces el triunfo de Firpo, al que apodaban “el toro salvaje de las pampas”. Si ganaba nuestro compatriota se encenderían las luces verdes; si perdía, las rojas. Cuando se supo que Dempsey había caído fuera del ring se prendieron las verdes, pero se apagaron en seguida porque a Firpo lo durmieron en el segundo round. Imagínese la decepción… De la gente, digo, porque como usted sabe a mí nunca me interesaron demasiado los deportes. Bueno, Firpo perdió y al parecer aquel propósito de celebración quedó trunco.
“¿Usted me dijo que en el Palacio Salvo de Montevideo vivían algunos amigos suyos?
“Sí, allí vive una poeta muy famosa… Tiene un libro que se llama Nocturnos -recordó Borges, entrecerrando los ojos y levantando la cabeza, como haciendo memoria-. ¿Cómo es el nombre de esa poetisa? ¿A ver si usted se acuerda?
“Idea Villariño -respondí de inmediato, y agregué-: Una excelente poeta y también compositora de música.
“Sí, sí, es una gran artista -asintió-. De joven era muy bella. Yo conocí a su padre, que también fue poeta. Mi amigo Pedro Leandro Ipuche me lo presentó. También eran amigos de Fernán Silva Valdés.
“Los poetas del llamado “nativismo uruguayo” -completé.
“Sí, sí. Ese movimiento tuvo algunos atisbos de vanguardia -me ilustró Borges-. Se oponía al Modernismo utilizando palabras sencillas y profesionalmente criollas tratando de dar continuidad a la Literatura gauchesca. Mi libro, El tamaño de mi esperanza, que ahora me parece un verdadero disparate, está en parte inspirado por esa corriente. Yo trataba de imponer entre nosotros una forma de decir bien argentina, un disparatado estilo bien criollo. Creo que fracasé.
Borges se sonrió moviendo la cabeza con un gesto de desagrado. Y cambiando de tema, me propuso.
“¿Ah, ver, qué dicen las otras inscripciones? Léamelas.
Le alcancé a leer sólo una: “Omnis pulcritudinis forma unitas est”, que está en la entrada.
“¡Qué linda frase!: La forma es la unidad de la belleza -interrumpió, traduciendo-. Hay otra que dice: Ut portes nomen eius coram gentibus, o sea Para que lleve su nombre ante los gentiles, que está tomada de la Biblia.
“¡Efectivamente, dice así! -corroboré-. ¡Qué memoria asombrosa la suya!
Un señor mayor, vestido de manera impecable, se acercó para saludar a Borges y ofrecernos su ayuda, mientras el portero, escoba en manos, hacía esfuerzos para sacar el agua que ya entraba al edificio.
“La lluvia se vino con todo -dije por decir algo, y volví a nuestro diálogo-. Cuentan que el arquitecto Mario Palanti viajó a Buenos Aires con el propósito de construir un templo en el hemisferio austral, nombrado por Dante en el canto XXVI de la Comedia, donde Ulises y sus amigos, después de cruzar el Estrecho de Gibraltar y atravesar el Océano, navegando hacia el sur, descubren el Purgatorio.
I’ mi volsi a man destra, e puosi mente
a l’altro polo, e vidi quattro stelle
non viste mai fuor ch’a la prima gente… (*)
“Sí, eso dicen algunos estudiosos -aceptó Borges-. Palanti, eso me lo confirmó Victoria Ocampo, era un devoto lector de la Divina Comedia y el edificio está trazado, como le dije, según una precisa simbología. Más que un templo o un sitio para oficinas iba ser la futura tumba de Dante en Buenos Aires; ese, tengo entendido, era el verdadero propósito. Pero de ahí a que lo sea -agregó Borges sonriendo-. La persona que financió la construcción fue un millonario italiano, que le dio su nombre, don Luigi Barolo, se llamaba; también lector de Dante.
“En cierta forma usted está aceptando que el edificio pudo estar destinado para ser la tumba del poeta en Buenos Aires -me asombré-. ¿Cómo es eso?
“Se creía que el continente europeo, después de la Primera Guerra Mundial, marchaba hacia la destrucción total. La idea era salvar las cenizas de Dante, que se supone están Ravena (al menos eso se cree) y traerlas a la Argentina para depositarlas en este edificio. Ese pronóstico falló, a pesar de las guerras Europa sigue en pie y la reliquia quedó allá; eso sigo suponiendo…
“¿O sea que usted también tiene sus dudas? -comenté-. Quizá las cenizas de Dante están aquí, en Buenos Aires y no en Ravena.
“¡Cáa-ram-ba! -exclamó Borges-. Parece que dejó de llover. ¿Por qué no nos vamos?
Sospecho que el Palacio Barolo, un verdadero símbolo de Buenos Aires, se encuentra incluido en los circuitos turísticos de Buenos Aires. De todas maneras, me aventuro a proponer esta evocación como un estímulo para visitarlo.
Escritor y periodista
Publicado originalmente en elimparcial.es