Baudelaire: ¿la infancia recobrada?

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Miquel Escudero

Este año se está conmemorando el segundo centenario del nacimiento del autor de ‘Las flores del mal’, célebre libro de poemas que Charles Baudelaire publicó cuando tenía 36 años y que le supuso ser llevado ante un tribunal de justicia, acusado de ultraje a la moral pública. Se le condenó a retirar de su obra algunos poemas y a una multa económica; aquella censura no se retiró hasta pasada la Segunda Guerra Mundial.

Baudelaire hizo abundante crítica literaria y musical, también de pintura y escultura, y fue un traductor memorable de Edgard Allan Poe. Poco después del escándalo referido, escribió ‘El Pintor de la Vida moderna’, un ensayo que le costó publicar y que salió por entregas en Le Figaro, un periódico entonces de modesta tirada, ocho páginas y bisemanal (así lo leo en la introducción de Silvia Acierno y Julio Baquero a este libro) y que influyó con inquina en su condena por ‘Las flores del mal’; una extraña compensación, ciertamente.

Preocupado de forma obsesiva por viajar a través del desierto humano, a Baudelaire se le ha atribuido la noción de modernidad. Según escribió, perseguía donde fuera “la belleza pasajera y fugaz de la vida actual, la esencia de lo que el lector nos ha permitido llamar modernidad”. Lo hacía en la creencia de que cada época acaba imponiendo a su alrededor un porte, una mirada y un gesto, y de que el tiempo deja una marca en nuestras sensaciones.

Baudelaire divagaba sobre dandismo, moda y atuendos, y de la fatuidad inocente y monstruosa que luce en muchos rostros y miradas, y que parecen expresar la felicidad de existir (en realidad ¿para qué viven?, se preguntaba con desdén o quizá era sólo una inevitable amargura). Aludía también al maquillaje y la estética de la gente que no piensa. Y sentenciaba que la sencillez embellece la belleza.

Por otra parte, anotó en sus escritos que quien se acerca a la antigüedad como materia de estudio y se embebe en ella, lo hace a costa de la memoria del presente. De este modo, se descuelga del valor que nos reservan las circunstancias presentes y pierde su modernidad; pero también, podríamos decir, su capacidad de relación con quienes le rodeen.

En cualquier caso, cabe resaltar que Baudelaire hablaba del arte de captar y extraer de cualquier cosa lo eterno de lo transitorio; en definitiva: lo digno de transformarse en clásico, lo poético, bello e imperecedero que se esconde y permanece oculto. Estamos, pues, ante una tarea de desvelo; siguiendo un anhelo de ideal.

Para tal misión, el trabajo de imitar la sola naturaleza resulta estéril. Pero no hay duda, insistía, de que hay un idiotismo ligado a cada oficio, envuelto en el automatismo alienador y ajeno al sabor intenso de una ensoñación.

En las páginas de ‘El Pintor de La Vida moderna’, afirmaba que la convalecencia nos retrotrae a la infancia. Y que: “Nada se parece más a lo que llamamos inspiración que la alegría con la que el niño absorbe la forma y el color”; sucede que el hombre de genio tiene nervios sólidos y el niño los tiene débiles, y, con un espíritu analítico formado, puede ordenar el conjunto de materiales que ha amasado sin saberlo. Y el autor de ‘Las flores del mal’ sentenciaba: “El genio no es más que la infancia recobrada a voluntad”.

Llegados a esta conciencia, es posible estar fuera de casa, y sin embargo “sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, estar en el centro del mundo y permanecer oculto para ese mundo”. ¿Merece la pena absorber esta reflexión y llevarla a la práctica? A fin de cuentas, ¿importa que un mundo que tú observas con razón y trabajo, con acierto y belleza creciente, no te reconozca ni valore?

A mayor madurez y seguridad en sí mismo que tenga un autor, menos le importará. ¿Qué más da? Como dice Lao Tse: “Persigue la aprobación de la gente y serás prisionero. Haz tu tarea, después retírate”.

Profesor y escritor

Publicado originalmente en elimparcial.es