David Felipe Arranz
Los antivacunas andan montando la “fiesta” extrema por Austria, Holanda, Dinamarca, Países Bajos y demás, con fuegos artificiales y otros petardos al uso… Así que andan con los antidisturbios poniendo un poco de orden en algunos rincones de nuestro civilizado continente. Los antivacunas protestan porque no se fían, y los ministros dicen que hay rebrote de otras pandemias, como la del neonazismo y los hooligans. Quizá la realidad sociológica de la España sensata nos haya librado de las manifas y el caos que recorren Europa, pero todavía no hemos encontrado una vacuna contra la idiocia. Vemos en su admirable historia que los grandes “momentos” de España son de don Rodrigo Calderón y de Joselito, del Fernán González y de Velázquez, que es una Edad de Oro toda brillante y alucinatoria, pero que va quedando muy atrás: ahora hay una constante, que es la de la COVID-19. Esta mañana, en “Vamos a ver” de Cristina Camell, en Castilla y León TV, el virólogo del CSIC, el profesor Vicente Larraga, nos ha dicho que vamos a tener que pincharnos la tercera dosis, que ya son muchas, pero no importa, vista la tierra quemada de Europa del Este. El analfabetismo y la miopía está matando a los renuentes a pincharse la dosis salvífica y protectora, que es un método sanitario que lo entienden hasta en el parvulario.
Un nuevo estudio sobre las vacunas publicado en The New York Times el 13 de septiembre por la periodista de investigación en salud, Apoorva Mandavilli, asegura que las vacunas parecen funcionar en gente sana, pero pierden su capacidad protectora en los mayores y en aquellos que se contagien de la variante Delta, amén de rescatar el enorme poder de los supervivientes de COVID de fabricar anticuerpos por cuenta propia. Es decir, que una de las brillantes obviedades de este asunto es que lo que no mata engorda, como es nuestro caso con respecto al bicho y a las tentadoras viandas que llegan del Lejano Oriente estas navidades a nuestra mesa. “Las vacunas pueden proteger durante unas cuantas semanas –aseguran los expertos consultados por Mandavalli–, pero no mucho más”. Y, en otro artículo más reciente, recoge la guerra de la tercera dosis que hay montada en Estados Unidos: Joe Biden apuesta por ella, pero muchos científicos plantean serias dudas sobre su eficacia. La obviedad, que en otros tiempos se le llamaba el sentido común, sigue siendo el criterio preferido por muchos, pero se da la circunstancia de que en España, el sentido común es el menos común de los sentidos, porque hemos sido educados en la secuacidad de los partidos políticos, el seguidismo y la prensa rosa, a ver quién ha matrimoniado esta vez.
Seguimos con más información, lejos de la retórica de la ideología de la que gustamos en nuestra patria. En Estados Unidos, los responsables de la Agencia Oficial del Medicamento que evalúa y aprueba las vacunas dimitieron hace un par de meses: su director, Marion Gruber, y el adjunto al director, Phil Krause, abandonaron su cargo porque decían estar recibiendo presiones del Gibierno para la aprobación por la vía rápida de las vacunas, sin que el testeo de rigor se hubiese llevado a cabo con todas las seguridades. Es normal, porque los beneficios netos de Moderna durante el tercer trimestre de este año han ascendido a los 3.300 millones de dólares: es una carrera por curar a la población mundial, sí, pero también para lucrarse rápido y abundantemente con una pandemia mortífera. Hace escasos meses, una de las eminencias en medicamentos y vacunas, el danés Peter Gotzsche, confesaba a “Consumerismo” (Facua) que abrigaba sospechas de que los ensayos clínicos de algunos fabricantes, como AstraZeneca, podían ser fraudulentos.
Nadie sabe, porque somos bastante chapuceros a la hora de mirar la letra pequeña, buscar entre los artículos de fondo de nuestros colegas anglosajones; preferimos preguntarle al vecino sobre qué hay de lo que haya pillado de oídas y, si eso, ya nos vacunaremos o no, pero la fiesta del contagio no nos la perdemos, que ya llega el puente de diciembre, en ese gigantismo de la idiocia y el egoísmo que padecemos en España. En la pasada Navidad, a lo divino y a lo profano, le dimos rienda suelta a la miasma, a la inoculación y a ese repartir ese aerosol entrevisto por los haces de luz de los bares de copas, a despecho de todas las recomendaciones sanitarias.
En vez de revisar dosieres y consultar a expertos, más allá de nuestras fronteras, algunos se adhieren al negacionismo. Aquí, en España, el que más sabe de coronavirus es el doctor Tomás Camacho, que nos salvó la vida in extremis y que, por eso, para algunos este sabio científico que de pequeño quería ser como el agente de C.I.P.O.L., a lo Robert Vaughn, es como si fuese el Oráculo de Delfos y la Santísima Trinidad toda junta. En definitiva, que el hombre lleva dentro de sí la vacuna y el anticuerpo, y que a veces no basta con los que uno fabrica de serie. Vueltos a un diciembre que se dibuja mortal, tras la extinción de la era de los grandes santones de la Sanidad (Illa y Simón), hemos de reinventar ese arte único que es el de la sensatez, el autodidactismo gracias a la buena información y, sobre todo, la empatía con el prójimo, para que no se repitan onerosos fracasos de los que este Gobierno y sus consejerías autonómicas ya han dado abundante y funesta muestra, en aquella dialéctica letal tan de político de fracaso/soberbia.
Filólogo y periodista
Publicado originalmente en elimparcial.es