Roberto Alifano
Hacia principios de los años ’60 yo era un muchacho inquieto, devoto de la literatura y de las artes plásticas, que asistía a conferencias y no se perdía las exposiciones de pinturas que se inauguraban en las galerías porteñas; también visitaba los talleres de algunos artistas amigos como Antonio Berni y Raúl Soldi, Leopoldo Presas y Carlos Torrallardona, Santiago Cogorno y Ernesto Farina. Para despuntar el vicio, escribía sobre pintura en una revista de barrio y, cada tanto, en el periódico Propósito de don Leónidas Barletta, que me publicaba generosamente alguna deshilachada crítica. Por esa época tampoco dejaba de concurrir por la tarde a la librería El Ateneo, donde el encargado de la sección literaria, el generoso Francisco Gil, alentaba una suerte de improvisada tertulia a la que concurrían Borges y Mallea, Martha Lynch y Leopoldo Marechal, Silvina Bullrich y Ariel Canzani (un capitán de la Marina Mercante, editor de la revista Cormorán y Delfín); también se acercaban a la gran librería de don Pedro García, el pintor Mieravilla, Beatriz Guido y Leopoldo Torre Nilson, Francisco Luis Bernárdez y Laura, y famosos y consagrados actores, entre los que se contaban Alberto Closas y Analía Gadé, Ernesto Bianco y María Rosa Gallo.
La afamada librería de la calle Florida también se engalanaba, muy cada tanto, con presencia de Oliverio Girondo y de Norah Lange. Una tarde, con cierto descaro de mi parte, en un rincón de la librería, le hice una entrevista al cordial aedo, un auténtico caballero, que semanalmente reunía escritores y artistas en su casa del barrio de Retiro. Me invitaron a visitarlos y no demoré en hacerlo. Llegué acompañando a Enrique Molina, con quien Oliverio tradujo Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud.
Tengo en mi memoria una anécdota divertida de aquella mesa de noctámbulos y poetas entre los que se destacaban Olga Orozco, Aldo Pellegrini, Francisco Madariaga y Alberto Vanasco; la protagonizó un ignoto novelista, que cuando le sirvieron una copa de vino de buena marca y distinguida cosecha, pidió soda para alivianarlo. Oliverio lo miró perplejo y entre molesto y divertido, le dijo a la mujer que atendía la mesa: “Sí, tráele soda, pero también un vaso de vino común, porque este no admite que se lo bautice; hacerlo es un pecado”.
Oliverio, siempre paternal, sentado a la cabecera de la mesa, oficiaba de pace magister. Las conversaciones versaban invariablemente sobre amigos y literatura, bajo la prohibición de referir el enojoso tema de la política, que ponía de mal humor al anfitrión. Norah, era otro personaje que mostraba su amabilidad y buen gusto. Fue también una enorme escritora. La apariencia personal de Oliverio ayudaba a la rápida difusión de su fama. Era grueso, de voz firme, amistosa y varonil, afín a lo que escribía; sus ademanes eran elocuentes y poseía una risa fresca, espontánea, casi infantil.
Una larga trayectoria lo sostenía en su pedestal. En 1923 presentó en Buenos Aires sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, lleno de espléndidas y contundentes metáforas. En la composición “Venecia”, el iconoclasta y transgresor Oliverio, muestra su disconformidad y ruptura con la expresión formal que atenazaba a la poesía, siendo el precursor de lo que un par de décadas después Nicanor Parra postulará como antipoesía.
Se respira una brisa de tarjeta postal.
¡Terrazas! Góndolas con ritmo de cadera. Fachadas que reintegran tapices persas en el agua. Remos que no terminan nunca de llorar…
El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un pizzicato en las amarras, roe el misterio de las casas cerradas…
Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para ponerse colorado…
Si bien el libro provocó una conmoción por sí mismo, Oliverio lo acompañó de una presentación extravagante y novedosa para la época (y quizá para cualquier época). Era un hombre pudiente que le gustaba darse sus buenos gustos; alquiló un tranvía y desde una de las escalonadas plataformas fue leyendo sus poemas, haciendo realidad la propuesta implícita en el tempestuoso volumen.
Los veinte poemas… habían sido publicados originalmente en Francia un año antes, con ilustraciones del propio Oliverio. En esos tiempos, sus lecturas predilectas eran los simbolistas y surrealistas franceses, los ensayos de Remy de Gourmont, con especial reconocimiento a Los raros de Rubén Darío y a la filosofía de Friedrich Nietzsche. Se había radicado en París, pero después una visita a la Argentina por motivos sentimentales y de la exótica presentación, retornó especialmente para repetir la fiesta de su convulsivo poemario debajo de la Torre Eiffel y luego con un paseo en una barcaza del Sena, donde se dio el lujo de hacer una presentación acuática. Algunos de los famosos surrealistas franceses lo acompañaron y celebraron su cruzada. Hay una fotografía donde aparecen Benjamín Péret, Alice Rahon y Neftalí Beltrán, director de la revista Cahiers de poésie, que atesoró en sus páginas el suceso.
Un año antes de la aparición de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Borges había publicado su Fervor de Buenos Aires y se señaló a ambos libros como representantes de la vanguardia porteña de aquella década; los dos poetas se nuclearían en torno a la revista Martín Fierro. Dicho grupo, además de Girondo y Borges, incluía al pintor y astrólogo Xul Solar, y a los vates Jacobo Fijman, Leopoldo Marechal, Raúl González Tuñón y Macedonio Fernández, la mayoría de ellos integrantes del legendario Grupo Florida, caracterizado por su estética elitista y de vanguardia.
Cumplida esta misión Oliverio retornó a su ciudad, pero siguió viviendo entre París y Buenos Aires. Ese mismo año, conoció a Ramón Gómez de la Serna, un acontecimiento compartido que tanto el argentino como el español dejaron registrado. Ramón le dedicó uno de sus famosos Retratos contemporáneos. “Intimamente -escribe-, “Me dije: he aquí un poeta en prosa hijo de los tiempos que corren, descubridor, precursivo, digno de compartir nuestro derecho a la primogenitura y a sentarse en nuestra mesa sin previo aviso”.
De regreso a la patria para cumplir con las tareas laborales y de negocios que le asignaba la familia, en 1926, en un almuerzo organizado por la Sociedad Rural en homenaje a Ricardo Güiraldes, el autor de Don Segundo Sombra, Oliverio conoció a la escritora Norah Lange, empezando un dilatado romance, que los llevaría a comprometerse en 1934 y al casamiento (“ya inapelable porque el noviazgo no daba para más”, según bromeaba la pareja, casi diez años después), en 1943.
En 1932 Oliverio Girondo publicó, con inusitado despliegue, Espantapájaros, una obra heterogénea que abarca prosas poéticas, poemas en verso e incorpora caligramas. En este libro, Oliverio habla con lenguaje atrevido, deslizando imágenes que intentan asir lo fragmentario huidizo, incorporando el humor y lo grotesco como estrategias subversivas para explorar en el mundo de la vigilia y de lo onírico (todo muy en concordancia con el surrealismo y el existencialismo); aunque aclara muy bien que su escritura no desea constituirse en obra de arte, dado que “el arte es el peor enemigo del arte”.
“¡Impongámonos ciertas normas para volver a experimentar la complacencia de violarlas! La rehabilitación de la infidelidad reclama de nosotros un candor semejante. ¡Ruboricémonos de no poder ruborizarnos y reinventemos las prohibiciones que nos convengan, antes de que la libertad alcance a esclavizarnos completamente!”, aclara y proclama a voz en cuello.
Amante de las extravagancias, para promocionar su libro, Oliverio incorporó una escultura de papel maché de más de dos metros que aparece fotografiada en la tapa de la primera edición, colocada luego en una carroza coronaria tirada por seis caballos, con aurigas empuñando las riendas y lacayos incluidos, a la que hizo desfilar por las calles de Buenos Aires; como agregado a la promoción, alquiló un local sobre la calle Florida donde se vendía el libro, atendido por atractivas muchachas ligeras de ropas. La campaña resultó un éxito, y el libro agotó la tirada de 5000 ejemplares en un mes. Agreguemos que la ya legendaria escultura hoy se conserva en el Museo de la Ciudad.
Empecinado viajero, tras el fin de la etapa de la revista Martín Fierro, Oliverio siguió recorriendo diferentes países de Europa (Portugal, Francia, Italia, Inglaterra e Irlanda), llegando hasta el norte de África e incluso Egipto, donde visitó las pirámides y navegó por el Nilo, dejando un precioso testimonio de su osada aventura. Cuando Victoria Ocampo fundó la revista Sur, lo invitó a formar parte del Consejo de Redacción, pero Girondo, no se sabe por qué, rechazó la propuesta. Sin embargo, en 1937, la editorial Sur publicó Interlunio, su única ficción en prosa, con bellísimas aguafuertes del pintor Lino Enea Spilimbergo.
Borges no simpatizaba con Oliverio. Las malas lenguas dicen que el autor de Ficciones estaba enamorado de Norah Lange, pero se equivocan. Su enamoramiento era con Aidé, la hermana de Norah, una de las mujeres a la que propuso matrimonio y fue rechazado; por otro lado una ambigua relación familiar unía a los Borges con los Lange (alguna vez lo oí referirse a las hermanas en cuestión como “mis primas”). Me confesó que con Oliverio durante una época fueron íntimos, pero un conflicto literario, deshizo la amistad que había sido profunda. Cuando le pregunté qué opinión le merecía Oliverio, me respondió con una sonrisa sarcástica: “Algunos le atribuyen genio a sus deslices literarios. Yo creo que ni sus peores enemigos pueden decir eso”.
En 1933 Oliverio Girondo se trasladó con Norah a su nuevo domicilio de la calle Suipacha, en el barrio de Retiro, la que fue su vivienda definitiva. En esa casa organizaron una gran fiesta para celebrar la publicación de la novela de Norah 45 días y 30 marineros. En una perdurable fotografía ella aparece disfrazada de sirena y los invitados de marineros. Entre estos se encontraban los poetas Raúl González Tuñón y el pintor Jorge Larco; también aparecen Pablo Neruda y Federico García Lorca, quienes por esa época se hallaban en Buenos Aires y de quienes los anfitriones eran grandes amigos.
Pablo Neruda lo mencionaba con ternura como su hermano argentino. En su casa de Isla Negra exhibía una colección de botellas multicolores que le había obsequiado su generoso amigo Oliverio. En su libro Residencia en la tierra, Pablo le dedica un largo y emotivo poema; también en sus memorias le dedica varias páginas.
En mi telaraña infantil
sucede Oliverio Girondo…
Yo era un mueble de las montañas.
Él, un caballero evidente.
Barbín, barbián, hermano claro,
hermano oscuro, hermano frío,
relampagueando en el ayer
preparabas la luz intrépida,
la invención de los alhelíes,
las sílabas fabulosas
de tu elegante laberinto (…)
Oh primordial desenfadado!
Hacia tanta falta aquí
tu iconoclasta desenfreno!
En 1961 Oliverio Girondo sufrió un accidente con su automóvil que lo dejó imposibilitado físicamente, a pesar de lo cual no dejó de trabajar ni de reunir en su mesa a los amigos. En 1962 grabó un disco leyendo veintitrés poemas de En la masmédula, para una antología sonora dirigida por el español, también editor y poeta, Arturo Cuadrado, siendo el único registro fonográfico que se conserva de Girondo. Cuando dirigí la revista Proa, en la década del ’90, acompañamos un ejemplar con aquella grabación.
En 1965 realizaron con Norah un último viaje a Europa, durante el cual se encontraron con Rafael Alberti y María Teresa León en Roma, a quienes conocían de la época en que los exiliados de la Guerra Civil vivieron en la Argentina.
Las fechas de 1891 a 1967 abarcan el paso de Oliverio Girondo por este mundo. Una lluviosa mañana con Alberto Vanasco, Enrique Molina y Aldo Pellegrini asistí a sus exequias. Su esposa lo sobrevivió cinco años más. Norah y Oliverio descansan juntos en el Cementerio de la Recoleta.