Publicada originalmente el 17 de enero de 2010.
El problema central con las dictaduras radica en el hecho de que las pasiones contradictorias se centran en la figura del dictador. Porfirio Díaz se convirtió, en la conformación histórica, en la dialéctica del antihéroe existencial: amado y repudiado, necesario pero condenado, monarca sin corona, factor de unidad y punto de desunión. Entre su entrevista al periodista James Creelman en 1908 y su carta de renuncia al cargo del 25 de mayo de 1911 se dibuja la historia personal de una república frustrada: la contradicción entre una transición democrática inevitable y la decisión de no soltar el poder hasta la muerte.
¿Cuáles fueron las motivaciones personales, mediáticas, políticas y contradictorias de las declaraciones de Díaz a Creelman sobre la “bienvenida” a la democracia? Díaz hablaba en esa entrevista al público estadunidense. Al final, la repercusión en México de las declaraciones fueron menores, quizá en las élites. Los datos históricos revelaron que la dinámica política estaba ya encaminada contra Díaz sin necesidad de estímulos externos. El tono de las declaraciones pareció formal. Pero en el fondo reflejaron cierto estado de ánimo político contradictorio del dictador. La construcción de las frases dejaba la impresión de que Díaz ya había reflexionado sobre los tres temas de su entrevista: la democracia, su no participación electoral en 1910 y lo inevitable de la existencia de partidos de oposición con intenciones electorales.
La historia oficial del largo reinado priísta nunca ha sabido cómo tratar la figura de Porfirio Díaz. El ciclo priísta prefirió la condena a la historia. Y el corto periodo panista no ha sabido qué hacer con su legado político. El solo hecho de que se discuta el regreso de sus restos a México como un conflicto político-ideológico coloca a las élites políticas de los partidos en situaciones de incertidumbre, a pesar de que el PRI de la Revolución Mexicana ya se olvidó de su historia, el PAN que abrevó en el conservadurismo del siglo XIX es minoritario y el PRD post-priísta no ha podido reivindicar la imagen de Lázaro Cárdenas.
El auge y caída de Porfirio Díaz fue producto de las contradicciones internas de la sociedad. Al final de cuentas, Díaz fue producto de su época: un hombre que supo entender que el poder se ejerce con firmeza o se cede con temores. Díaz construyó la modernidad sin saber que las contradicciones sociales inherentes tendrían necesariamente que destruirlo. Esa ha sido la gran tragedia de las dictaduras personales revolucionarias. Pero también los dictadores han sido víctimas de la historia. Díaz no cayó por sí mismo. La crisis económica de 1908 se sumó a la crisis política del 2009 y todo ello se centró en la batalla por la candidatura a la vicepresidencia para 1910 para saber quién acompañaría al anciano dictador que tendría asumiría ahora sí su último periodo de gobierno. La crisis económica dinamizó los conflictos sociales y éstas provocaron el endurecimiento político, policiaco y militar. Las declaraciones a Creelman de que vería con buenos ojos a la oposición fueron mal leídas, porque Díaz había dicho también que él supervisaría su funcionamiento.
Las dudas de Díaz fueron provocadas por la dialéctica social. La Revolución Mexicana fue producto de liderazgos sociales populares: Villa, Zapata, Madero, animados por razones diríase que hasta personales. Villa quiso vengar la violación a una hermana, Zapata buscó la propiedad de la tierra, Madero se sentía un iluminado. Pero las mechas se encendieron en una sociedad marcada por la desigualdad, por la tecnocracia en las decisiones de poder, por la pobreza ampliada por la crisis, por una modernidad marcada en las comunicaciones pero no en la producción, distribución y consumo. Sobre todo, por la incomprensión de Díaz sobre el estado de ánimo social. El factor político de ruptura no fue la reelección de Díaz sino la mala solución en la candidatura de su vicepresidente. El país tenía en aquel entonces una mecha corta. Las agendas de los grupos sociales eran diversas, contradictorias, ajenas a un proyecto social coherente. La Revolución Mexicana definió su programa hasta 1917… y no fue el mejor sino el de los victoriosos.
La carta de renuncia de Díaz a la presidencia fue un reclamo desconcertado a la sociedad: ¿cómo podía él ser considerado la causa de la insurrección si había dado prácticamente su vida al gobierno y a los mexicanos? De nueva cuenta la ceguera de los dictadores y la dicotomía del poder: los intereses trascendentales del dictador y los juegos del poder de los grupos políticos. ¿Cómo era posible que el gran héroe militar de la Reforma y la lucha contra la intervención francesa hubiera derivado en un enemigo de los mexicanos? “No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social (de la insurrección)”, escribió en su carta de renuncia. ¿Y Cananea, Río Blanco, el México bárbaro de John Kenneth Turner, la violencia social creciente? El paternalismo de los dictadores suele ser esquizofrénico.
Aunque al final la inconciencia suele ser la conciencia de las mentes operativas y poco inteligentes. Por eso en su carta de renuncia envía Díaz cuando menos dos mensajes: el del realismo, al decir que “para retenerlo (el poder) sería necesario seguir derramando sangre mexicana”; y el del sentimiento, al señalar que ojalá que algún día, “calmadas todas las pasiones que acompañan a toda revolución”, pudiera llegar “un estudio más concienzudo y comprobado” para hacer “surgir en la conciencia nacional un juicio correcto que me permitas morir, llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas”. Era el hombre que decía que el pueblo mexicano “me proclamó Caudillo durante la guerra de intervención”.
Díaz había cavado su propia tumba. La elección de 1910 iba a ser un exceso. Tenía formas de propiciar una transición política bajo control. La entrevista con Creelman mostró a un dictador conciente de la necesidad de transitar a un sistema democrático. En sus declaraciones, Díaz había dejado indicios de que ya era hora de abandonar el poder. En las elecciones de 1910 tendría setenta y nueve años. Sin embargo, el poder ha sido siempre una adicción. Díaz no supo leer los signos de la crisis en el ejercicio del poder: el deterioro económico, el rezago social, el fracaso de los científicos en el desarrollo, la creación de focos de inestabilidad política, la ausencia de espacios de permeabilidad social, el depresivo estado de ánimo de la sociedad ante la falta de respuestas e iniciativas del gobierno, la capilaridad política provocada por la conformación de nuevos estratos sociales. Díaz estaba acostumbrado al ejercicio personal del poder, pero en una república con nueva conformación social. La Revolución Mexicana fue, así, una implosión política.
Díaz fue víctima de sus contradicciones: contribuyó a un salto en la modernización económica –ferrocarriles y carreteras–, pero luego no supo lidiar con las nuevas fuerzas sociales, sobre todo las obreras y campesinas y las nuevas demandas de éstas. Asimismo, estaba el hecho de que Díaz eliminó de la política a las figuras que pudieran disputar su poder y se rodeó de tecnócratas incapaces de comprender las nuevas dinámicas sociales. Y finalmente, a partir del criterio de que la dictadura de Díaz fue laxa, absolutista, no totalitaria, con refrendo electoral, con represión selectiva y más inclinada a la inhibición, el régimen no supo cómo lidiar con las nuevas formaciones políticas. A pesar de ser dictador, Díaz tuvo el contrapeso de su propia historia en la Reforma y ello le impidió la represión total.
Las revoluciones obedecen a una dialéctica histórica y social. Por eso Díaz, echado del poder, subió al Ypiranga sin entender aún las “causas” de la revolución, cuando en realidad habían sido “razones”. Díaz seguía viviendo de su papel en la Reforma y en la intervención francesa. Pero la sociedad había cambiado. Habían pasado más de cuarenta años de la restauración de la república, una nueva generación de mexicanos había definido sus exigencias de bienestar, la paz se había impuesto a sangre y fuego. Y Díaz no pudo superarse a sí mismo, a pesar de la transformación personal del caudillo hosco, indígena, pueblerino, al caudillo elitista, amante de la música, adorado por la naciente burguesía, factor de cohesión nacional por la vía de la fuerza. Díaz perdió su olfato militar, disminuyó su sensibilidad política, quedó aislado por una clase política egoísta y se deslumbró con los científicos.
Díaz enfrentó un dilema histórico: optar por una transición política llena de sobresaltos pero conducida y sin romper la estabilidad social indispensable o aferrarse a sí mismo y facilitar el camino de la ruptura revolucionaria. Lo paradójico fue que Francisco Madero no estaba incluido en ninguna de las dos posibilidades. La transición oscilaba entre los científicos o los militares blandos, entre Limantour y Bernardo Reyes, entre la tecnocracia o las armas. A Díaz le faltó tiempo, mesura, inteligencia y fuerza personal para analizar la realidad. Su olfato político de militar ya no le dio para más. Como todos los dictadores, miró a su alrededor y quedó decepcionado. Primero, no estaba convencido de la transición, a pesar de su discurso hacia el exterior a través de Creelman; después, la parte más difícil, no podía entender que su sucesor sería también caudillo; y finalmente, la concepción democrática de los dictadores suele ser lo más ajeno a sus convicciones.
Díaz tuvo en sus manos la transición pero prefirió la continuidad. Imposible exigirle coherencia idealista a los dictadores. El ejercicio abusivo del poder conduce a una dialéctica de la realidad: los hechos como son y no como ellos quieren que sean. Las declaraciones a Creelman mostraron el primer piso de una democracia: la existencia por sí misma. Pero la tarea era más hercúlea: transitar de una dictadura personal, militar, autoritaria, sin instituciones y sin leyes, a una democracia en funcionamiento. Díaz parecía confundir los procesos y suponía que las elecciones iban a sentar las bases de la democracia. Su enfoque de oposición era limitado, parecía entender una oposición leal. Aunque también parecía ser la percepción de la propia oposición: Madero buscó ser el candidato a la vicepresidencia de Díaz. Al no conseguirlo, entonces creó el movimiento antirreeleccionista. Los demás se hicieron a un lado.
La transición no era un proyecto ni programa. Como ha ocurrido en la historia, la democracia se ha reducido al enfoque electoral. El Plan de San Luis de Madero no implicó una transición sino una lucha a favor del sufragio efectivo y la no reelección. Bien temprano se percató Madero que la democracia electoral era insuficiente: las exigencias populares de Villa y de tierra de Zapata relanzaron la revolución mexicana de electoral a social. Díaz consideró en sus declaraciones a Creelman que la solución a los problemas de México estaba en las elecciones. Madero también. Pero la transición era un desafío mayor: construir una alternativa al desarrollo, edificar nuevas instituciones políticas, encauzar el salto generacional, atender las desigualdades estructurales, definir reglas del juego político y sobre todo crear el marco constitucional funcional al nuevo sistema-régimen-Estado. Sólo Venustiano Carranza pareció entender la lógica final de las revoluciones y convocó a la nueva constitución.
Lo malo fue que en el periodo 1908-1913, la fase más dinámica de la revolución, nadie incluyó la variable de la transición. Díaz fracasó porque supuso que nadie podía llenar su tarea de caudillo, Madero hizo un diagnóstico del agotamiento del modelo de la Reforma en La sucesión presidencial en 1910 pero el huracán de la revolución le impidió consolidar un programa y las exigencias de Zapata no lo dejaron gobernar. Paradójicamente, en los hechos Madero inyectó dinamismo a la revolución pero en el gobierno quiso tomar el ritmo de una transición. Su decisión de no romper con el porfiriato –con el terrible error de confiar en Huerta– fue el indicio de que iba a buscar el camino institucional. Al final, la fuerza social misma de la revolución lo hundió.
La dialéctica transición-revolución ha sido el drama histórico de los movimientos sociales. Ahora mismo, con el simbolismo histórico del 2010 y ante otra oportunidad para pactar una transición como forma de reconstrucción del proyecto nacional, las fuerzas sociales han comenzado a convocar al fantasma de la revolución. El petate del muerto del estallido social de hoy es similar han enarbolado por las élites de la oposición en 1908 y 1909. Sólo que en 1910 esas fuerzas revolucionarias luchaban contra un caudillo dictatorial y en el 2010 no hay un dictador enfrente. Díaz decidió combatir a la oposición para impedirle el acceso al poder, pero no logró construir una propuesta democrática, plural, política, de transición y con nuevas figuras. Por eso Madero la tuvo fácil: encarnó en Díaz todos los males de la república. En el 2010 la oposición está en el poder y puede avanzar.
Las declaraciones de Díaz a Creelman no conformaban un programa de transición a la democracia; si acaso, eran el anuncio del caudillo había entendido las presiones democráticas y la necesidad de aflojar las tensiones de la dictadura. A Creelman le estableció la paradoja de aceptar la inevitabilidad de la democracia, pero calificó desde el poder del caudillo la inexistencia de condiciones para el funcionamiento de la democracia en México. Difícil para quien había gobernado más de treinta años y había derrotado al invasor francés entender que había llegado el momento de aceptar que el mundo se regía por instituciones y no por personas. Por eso no ocultó su desdén:
“El futuro de México está asegurado –dijo Díaz con voz clara y firme–. Mucho me temo que los principios de la democracia no han sido plantados profundamente en nuestro pueblo. Pero la nación ha crecido y ama la libertad. Nuestra mayor dificultad la ha constituido el hecho de que el pueblo no se preocupa lo bastante acerca de los asuntos públicos, como para formar una democracia. El mexicano, por regla general, piensa mucho en sus propios derechos y está siempre dispuesto a asegurarlos. Pero no piensa mucho en los derechos de los demás. Piensa en sus propios privilegios, pero no en sus deberes. La base de un gobierno democrático la constituye el poder de controlarse y hacerlo le es dado solamente a aquellos quienes conocen los derechos de sus vecinos.”
En este contexto, Díaz decidió, sobre la marcha, posponer nuevamente sus tentaciones democratizadoras y transicionistas y aceptar de nueva cuenta la candidatura presidencial para 1910. Su propuesta, fue, mixta:
“Hemos preservado la forma republicana y democrática de gobierno. Hemos defendido y guardado intacta la teoría. Sin embargo, hemos también adoptado una política patriarcal en la actual administración de los asuntos de la nación, guiando y restringiendo las tendencias populares, con fe ciega en la idea de que una paz forzosa permitiría la educación, que la industria y el comercio se desarrollarían y fueran todos los elementos de estabilización y unidad entre gente de natural inteligente, afectuoso y dócil.”
Del otro lado, de espacio de la oposición, tampoco hubo paciencia para delinear un proyecto de transición democrática. Al final de cuentas, Díaz se acercaba al final de sus momentos de lucidez y fuerza. Como en toda dictadura, los hombres fuertes suelen rodearse de hombres débiles, además de que muchos de ellos tienen a coquetear con las nuevas fuerzas políticas. Por eso Díaz escogió como candidato a vicepresidente a Ramón Corral, político sonorense, famoso por la represión brutal a los yaquis. José Yves Limantour rechazó la invitación a Díaz a la vicepresidencia, hecho que sin duda dio un giro a la historia política del país en 1909-1910. El mensaje de Díaz-Corral fue el de la continuidad de la dictadura, sin aflojamientos políticos y menos concesiones democráticas. Del lado de Madero estuvo siempre el sentimiento de llamar a una revolución. La decisión de Díaz de aceptar el juego democrático de las elecciones pero encarcelar a Madero antes de las votaciones aceleró las contradicciones y cerró los espacios. Díaz iba a ganar las elecciones pero le infundieron temor con Madero. Encarcelado como candidato en San Luis Potosí –¿miedo del dictador?–, Madero lanzó el Plan de San Luis desconociendo a Díaz como presidente y convocando a la revolución a las seis de la tarde del 20 de noviembre. La mecha estaba encendida.
¿Cómo un caudillo anciano que aceptaba la inevitabilidad de la democracia no buscó su propia transición y prefirió el endurecimiento? ¿Cuáles fueron las razones del temor de Díaz a Madero? ¿Por qué el mensaje de Corral como vicepresidente? ¿Cómo el caudillo de la Reforma que había combatido a Maximiliano y a Juárez cometió tantos errores con Madero? ¿Había pensado realmente Díaz en encontrar algún camino democrático en 1908 cuando habló con Creelman? ¿Qué fantasmas se le aparecieron en 1908 y 1909 para endurecerse en las elecciones del 1910? ¿Realmente el país estaba preparado no precisamente para la democracia sino para iniciar el camino de la transición a la democracia en 1910? ¿Había perdido Díaz en 1910 sus facultades de estratega militar y político? ¿Quién le infundió temores de que la democracia terminaría con su legado?
La lección de Díaz fue la de dejar sentada la tesis de que las dictaduras no pueden operar sus propias transiciones democráticas. La oleada revolucionaria en 1909 y principios de 1910 era prácticamente inexistente. Zapata y Villa se sumaron a la revolución, no la crearon. ¿Temía Díaz perder las elecciones en 1910 ante Madero, cuando el aparato de poder controlaba los procesos de votaciones? El resultado electoral de 1910 fue simbólico: 18 mil 625 votos a favor de Díaz y apenas 196 para Madero, en un país con quince millones de habitantes. ¿Por qué encarceló Díaz a Madero, si políticamente no era un peligro mayor para el héroe y caudillo que derrotó a los franceses? ¿No pudo ser Madero, aún sin ganar las elecciones, un pivote de Díaz para la transición a la democracia? ¿Por qué falló el olfato y la sensibilidad de Díaz al ganar las elecciones con fraude pero desdeñar las protestas?
¿Fue el periodo 1908-1910 un espacio propicio para transitar a la democracia? Las declaraciones de Díaz, tomadas literalmente, habían dicho que sí. Pero ante la organización de la oposición, los temores de Díaz lo llevaron a desdeñar sus propias percepciones. El punto clave pudo haber sido meter en la definición política el tema de la no reelección presidencial, como si Díaz buscara perpetuarse en el poder más allá de 1914, cuando tuviera 84 años de edad.
Pese a los hechos históricos, sí hubo un espacio para la transición. Sin embargo, la política en México había sufrido un deterioro después de la muerte de Juárez en 1872. La policía fue sustituida por la disputa por el poder. Díaz mismo lobotomizó la política con sus constantes reelecciones. Y la ausencia de un juego de partidos contribuyó a darle prioridad a las rupturas. La revolución de Independencia se organizó contra el imperio. La Reforma combatió la invasión extranjera. La Revolución de 1910 contra el dictador. En esos casos ocurrieron situaciones de ruptura. Pero esas experiencias revolucionarias no condujeron a la república a una democracia madura: la Independencia llevó a la guerra civil y a la invasión francesa, la Revolución de 1910 creó la dictadura de partido.
En todo caso queda para la historia el hecho de que la entrevista de Díaz a Creelman en 1908 hubiera sido la posibilidad de que México saliera de la dictadura por la puerta de la democracia. Se trató, al final de cuentas, de una transición frustrada.