Si las administraciones demócratas de Clinton y Obama fueron un poco reacias las doctrinas imperiales del viejo militarismo, las primeras señales geopolíticas del gobierno demócrata de Joseph Biden son suficientes para regresar la preocupación al mundo: la reconstrucción de la OTAN como instrumento de dominación militar imperial, un general como secretario de Defensa y la reactivación de los estrategas de guerra del gobierno de Bush Jr.
El dato mayor radica en el regreso de los militares al centro de las decisiones del gabinete vía el Departamento de Defensa. La creación del aparato de defensa nacional en 1947 –un departamento en el gabinete presidencial, la CIA y el Acta de Seguridad Nacional– sólo ha permitido, en setenta y tres años, un ministro de defensa con rango militar: el general George Marshall, famoso por su programa de inversiones en Europa al finalizar la segunda guerra y luego enviado especial casi con funciones de secretario de Estado a zonas de conflicto como China. Marshall fue secretario de Estado en 1947-1949 y luego secretario de Defensa en 1950-1951.
La carta del presidente electo Biden para el Departamento de Defensa es el general retirado Lloyd Austin, con tareas de mando de tropas en los gobiernos de Bush Jr., y Obama en las zonas de conflicto de Irak y Afganistán. Como jefe del Comando Central de los EE. UU., uno de los nueve que controlan el poder militar en el mundo, le tocó la lucha contra el Estado Islámico en las zonas de Irak y Siria. Se trata, pues, de un militar en activo en labores militares de defensa, no de un estratega.
El mensaje de Austin abre sombras de preocupación. La separación de mandos en Defensa –un secretario civil y un estado mayor conjunto de jefes de armas– había permitido a la política ser el eje de las decisiones militares en la primera potencia armada del mundo. La educación política de los militares estadunidenses es menor y sus reacciones obedecen a los tres criterios de la educación militar: el poder, el verticalismo y la dominación armada.
La nominación de Austin estuvo precedida con un intento de Biden de designar a una mujer del área militar de empresas privadas, pero la oposición dentro de la estructura impidió siquiera negociaciones. Los EE. UU. parecieron no estar preparados para una mujer presidente, como ocurrió con la derrota de Hillary Clinton, y ahora tampoco para una mujer como ministro de Defensa.
La militarización de la defensa nacional de los EE. UU. tiene implicaciones complejas y mensajes intimidatorios. Los civiles en el Departamento de Defensa –DOD por sus siglas en inglés– servían como contrapunto a las decisiones primarias de uso de la fuerza bélica en los mandos castrenses. En la crisis de los misiles con Cuba en 1962 los militares en la Casa Blanca empujaron la invasión o el uso de armamento nuclear y en Vietnam vendieron la idea de que la guerra se ganaría con tropas y no con estrategias de defensa.
La designación de Austin ha estado envuelta en mensajes intimidatorios del regreso del uso de la fuerza al estilo Reagan. En septiembre pasado, enfilada la elección de noviembre, casi quinientos exfuncionarios del área de inteligencia, defensa y seguridad nacional apoyaron de manera directa a Biden y criticaron con severidad a Trump porque su política de defensa había sido incoherente y ello había provocado la falta de respeto del mundo al poderío de la Casa Blanca.
Esta misma semana hubo otro mensaje intimidatorio, no tanto por su contenido sino por su revelación como grupo de poder. Varios exsecretarios de Defensa exigieron que las fuerzas armadas estadunidenses se mantuvieran alejadas de las diputas electorales, sobre todo en el escenario de los intentos de Donald Trump de endurecer la seguridad interna para cambiar el resultado electoral oficial y amenazar con el uso de soldados contra protestas sociales electorales.
El dato mayor de esta carta se localiza en el hecho de que secretarios de Defensa se involucran en debates políticos internos. Destacaron, en esa carta, el vicepresidente Dick Cheney y el secretario Donald Rumsfeld, los dos como miembros de la línea dura del gobierno de Bush Jr. posterior a los ataques terroristas del 9/11 y los dos cincelados en la doctrina militar intervencionista de Reagan en 1981-1989, aunque los dos, por cierto, criticados con severidad por Bush Sr. por sus errores en sus funciones en el gabinete de su hijo.
El escenario geopolítico internacional ha estado cada vez más alejado de las confrontaciones bélicas regulares y se ha desarrollado en estrategias de seguridad nacional y de dominio comercial. Trump redujo el papel de la OTAN ante el adelgazamiento de la política militar de Putin y China, pero ahora Biden quiere reconstruir el poder de dominación global de la OTAN y el fortalecimiento del gasto militar estadunidense. La llegada de un militar encargado de tropas en la zona de conflicto del medio oriente puede adelantar un nuevo dinamismo en la política militar en la región.
Hasta ahora, los primeros indicios de Biden en materia de política exterior han revelado funcionarios de segundo y tercer nivel de los gobiernos de Obama y Clinton, una falta de línea estrategia para el Departamento de Estado y el mando del Departamento de Defensa a un general. Las demás oficinas de inteligencia y seguridad nacional no varían los lineamientos tradicionales de funcionarios formados en el enfoque imperial de la Casa Blanca.
La militarización del Departamento de Defensa de la Casa Blanca exhibe un mensaje belicista del gobierno de Biden que regresaría a los EE. UU. a la condición de Estado de seguridad Nacional en modo guerra fría 2.0.
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