Si la victoria de Joseph Biden había sido impulsada por el sentimiento internacional anti Trump, sus posibilidades como nuevo presidente estarán asentadas en la posibilidad de revertir, controlar o, cuando menos, atenuar la polarización de los cuatro años de trumpismo.
Sin embargo, el margen de maniobra del nuevo presidente demócrata se percibe muy estrecho, y no tanto por algún liderazgo sólido de Trump, ni por la existencia de alguna rama ideológica conservadora fuerte, sino por el hecho de que los EE. UU. cayeron en la trampa política de la fractura social provocada por Trump.
La parte más visible de la fractura demócrata se localiza en las agendas de la reina Nancy Pelosi y su irritación evidente hacia Trump y la agenda de gobierno de un Biden que carece de luna de miel con los estadunidenses, que necesita de eludir divisiones para revertir la agenda de Trump y que nunca pudo construir una base carismática. En los primeros cien días de gobierno podrá percatarse Biden de que no ganó por sus propuestas, ni por su imagen, ni por el apoyo contradictorio de Barack Obama, sino por ser el candidato escogido para enfrentar a Trump; es decir, ganó por contrastar con Trump.
Y lo más grave para Biden fue el hecho de que su agenda anti Trump nunca pudo consolidarse como una agenta demócrata con base social amplia. Las primeras decisiones progresistas de Biden en la Casa Blanca van a ser fuente de nuevas desavenencias dentro de los demócratas, pues no todos apoyan el militarismo, ni tienen en sus necesidades el cabio climático, ni han apoyado la regulación migratoria de gente sin documentación poblacional. En medio de la crisis económica y de empleo por la pandemia, los estadunidenses saben que las competencias por los empleos serán duras en esta fase de la crisis sanitaria y con mayor intensidad cuando se pueda recuperar el ritmo económico.
En este sentido, las tres principales divisiones sociales internas han reducido el espacio de Biden: entre Biden y Trump, entre conservadores y progresistas en el Partido Demócrata y entre ciudadanos y migrantes
A nivel político va a influir en la precaria inestabilidad el juicio contra Trump, a partir del hecho de que acumulo el 47% de los votos populares pese a la campaña en su contra en la recta final de las elecciones. El principal error analítico ha consistido en suponer que el votante estadunidense se mueve como cualquier votante de otro país europeo o latinoamericano. En el fondo sigue prevaleciendo la crisis racista entre blancos y no-blancos, como se ha visto en la defensa de policías acusados por brutalidad policiaca contra afroamericano e hispanos.
Los análisis sobre EE. UU. después de las elecciones no deben cometer el error de suponer que Trump carece de bases sociales ni la equivocación de creer que todos los votantes trumpistas forman parte de la sociedad sin destino social. Se trata de casi la mitad de los estadunidenses electores, no de un puñado de ciudadanos nostálgicos del ambiente esclavista del siglo XIX.
Si se quieren ver indicios de los pasos estratégicos de Biden, habrá que seguir dos senderos: el de la agenda progresista que tiene que ver con la recuperación de las posibilidades imperiales de la nación y la de la agenda conservadora que se alimenta del racismo latente en pleno siglo XXI. Algunos suponen que Biden va a apoyar el juicio contra Trump para darle la puntilla a esa corriente conservadora del siglo XVII, pero sin reconocer que esas bases sociales son masivas y tienen redes de poder ideológicas tradicionalistas.
En el Partido Republicano también se van a decantar posiciones ideológicas históricas: los neoconservadores colaboracionistas con el modelo imperial demócrata –sobre todo los Bush y los viejos aliados del desaparecido John McCain– no parecen tener la mayoría, con el dato inestable de los grupos radicales que no siempre han tenido comportamientos previsibles o sometidos a controles legales. El lema de “hagamos grande a América otra vez” no fue sólo un spot de campaña, sino una imagen de la reorganización de grupos ideológicos conservadores y radicales. La grandeza trumpiana es de raza, en tanto que la de Biden es imperial externa.
Trump no sólo desequilibró el precario equilibrio ideológico y de raza que había sobrevivido, con avances y retrocesos, desde la victoria de Barack Obama en 2008, sino que la llevó a las orillas de la ruptura social. Los comportamientos irracionales de las hordas de la turbamulta que asaltó el Capitolio el 6 de enero apenas exhibieron la violencia de raza.
El conflicto racial revitalizado por el movimiento Black Live Matters (las vidas negras importan) pareciera inconcebible en pleno siglo XXI y sobre todo después de los ocho años de Obama como el primer presidente de origen y raza afroamericana. Pero ese movimiento reveló el fracaso racial de Obama porque en realidad fue el primer presidente afroamericano de los blancos: su agenda no fue social, sino de salvamiento del capitalismo que se hundía en 2008.
Biden llegó a la presidencia gracias a Trump, pero al carecer de agenda social, política e ideológica, su margen de maniobra será muy estrecho. El primer catalizador de la fractura social estadunidense estará en el juicio a Trump en el Senado exigido por los demócratas de Pelosi, pero con republicanos inclusive anti Trump que saben que permitir ese juicio y su condena final sería tanto como regalarle la Casa Blanca a los demócratas por varios cuatrienios más e inclusive sentaría las bases para una ruptura dentro del Partido Republicano.
EE. UU. se acerca a la hora de las definiciones de fondo. Y mientras Trump y los conservadores sobrevivientes tienen una agenda ideológica que concita alianzas y apoyos, los demócratas progresistas tienen el poder sin tener el control de bases sociales. En este contexto hay que recordar que los imperios se quiebran desde dentro –Vietnam lo demostró en EE. UU.– y no en el exterior.
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