Carlos Díaz
Aunque la mayoría del pueblo español no haya estudiado nunca el siglo XIX, cada día del siglo XXI toman asiento en el hemiciclo parlamentario los mismos perros con distintos collares. La forma misma de hacer política parlamentaria en España es más de lo mismo, un cinismo tribal hecha por parlamentarios que llegan cada día al Parlamento con un bidón de cera en sus respectivas orejas (no oyen: no pueden ser oídos). Quien diga que eso es cosa del pasado ni conoce aquella historia ni esta nuestra. La mitad de las cabezas de España embiste contra la otra mitad, decía el poeta, y el resultado es una historia de España de cuerpo presente. El mismo asaltante del Capitolio de Trump vestido de bisonte con cuernos de guerrero vikingo: una buena portada para España, cuyo nombre molesta incluso a quienes prefieren llamarla este país, o sea, mis propios textículos a los que agarrándome juro. Veo las mismas caras, mutadas pero resurgidas: el mismo odio, una España cainita. Me atrevería incluso a decir que seguimos lidiando los mismos toros en la misma arena del mismo Ruedo Ibérico. Media España torea a la otra media con el mismo capote de engañar y el un pueblo embiste y cabecea buscando teñir de rojo la taleguilla del torero, aunque de azul también se mata. Y el pueblo enardecido clama a gritos pidiendo oreja, pata y rabo para el morlaco estoqueado, mientras aplaude el arrastre de las mulillas y el garbo de los mulilleros. Esto es España, aunque a la vez esto ex Expaña. Y es tanto el dolor que me embarga, que se me hiela la sangre y hasta las palabras me faltan para gritar mi estupefacción. Españoles: esto no tiene remedio.
Cualquier época nos resulta hoy, platirrínidos sin pasado, una carcasa vacía, lo que nos obliga a repetir los mismos errores con pelos y señales. Casi el cien por cien de los personajes importantes, protagonistas o antagonistas, están enterrados y ni siquiera conservamos las claves hermenéuticas que pudieran abrir sus sepulcros. Y esto por no hablar de los burócratas, turiferarios, bacineros, lacayos y administrativos, que empiezan por tener aspiraciones y terminan por tener sistemas cenicientos a los que sirven a cambio de cualquier garbanzo. Y esto por tampoco hablar de los modernos y postmodernos que trasladan a sus enemigos la propia intolerancia y a los amigos la propia beocia, muertos en vida. Para que se me entienda mejor, de toda esa caterva de obtusos que al referirse hoy a los antiguos no hacen sino reflejar su propia obtusión. La misma madera de sectario que cierra el cajón de sastre de sus pensamientos hostiles con clavos descabezados y sin punta.
Mi equidistancia es absoluta respecto de los que portan la red que respecto de los armados con tridentes esperando la bajada del dedo del César. Con lo cual tampoco deseo hacer equivalentes equidistancia con objetividad: se puede estar equidistante de lo uno y de lo otro y a la vez vivir en la indecencia, pues situarse a la misma distancia de dos errores sin luchar por superarlos es una forma de perseverancia en el cinismo moralmente execrable: cada mochuelo a su olivo. Por ese motivo me displace dividir la historia de España entre los hábiles en el manejo de la cruz y los hábiles en el de la hoz y el martillo, pues los hunos y los hotros resultan expertos en manejar el tridente, con cuya herramienta se machacan entre sí unidos por una misma saña.
Desafortunadamente para los españoles y españolas ecuánimes, que nunca han faltado, la herramienta simbólica de España sigue siendo el tridente, un tridente con más filas de dientes que los tiburones. Resultado: todos tridentinos, desdentados, llenos de oscuras cavernas como caries del alma y del cuerpo. Al ver el espectáculo fuera de la empalizada, y a pesar de ello salpicado por los farrucos de ambos bandos, no puedo por menor de recordar al poeta aquel que a la vista de los cinco dientes de su crecedero hijo pequeño evocaba la frontera de los besos: frontera de los besos serán mañana, cuando en la dentadura tengas un arma.
Filósofo español
Publicado originalmente en elimparcial.es