Hogar y exilio

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Desde mis primeros encuentros con la literatura africana -en particular La conversión del rey Esomba del camerunés Mongo Beti- no me había vuelto a topar con un texto del continente negro -Conrad dixit– hasta que descubrí a Chinua Achebe durante una visita antepandémica a Nueva York.

Del “más destacado escritor africano”, según se le describe en la solapa de Hogar y exilio, encontré escasas referencias, prueba de lo aislado que estamos de una literatura con la que tenemos mucho que compartir.

Juzgue el lector si la siguiente frase podría o no figurar en un texto del realismo mágico: “El hombre es un animal que inventa narraciones. Raramente pasa por alto la oportunidad de acompañar sus tareas y experiencias con historias paralelas”.

Achebe nació en Nigeria en 1930 y estudió en Londres, la capital del Imperio. Su padre fue un misionero anglicano de la tribu igbo, una de cuyas características es que su gobierno está repartido en cientos de pueblos independientes. Para los igbo el individuo y el pueblo son únicos. Tienen un gran sentido de la igualdad y una aversión rotunda al autoritarismo, al grado de que algunos dan por nombre a su primogénito Ezebuilo que quiere decir, literalmente,

“un rey es un enemigo”.

En este contexto colonial, en donde lo civilizado era acarrear agua en recipientes de metal importados de Europa y no en ollas de barro locales, Chinua pasó sus primeros años.

El paso natural y lógico para los hijos de un ministro anglicano que durante 35 años viajó por Nigeria convirtiendo a los infieles y a los idólatras era educarse en la fuente de todos los bienes: la capital imperial. Y allá viajó en joven Achebe para encontrarse con un mundo que no sólo no estaba preparado para recibir, sino que desconocía lo elemental de sus “súbditos” coloniales.

Las primeras imágenes de la capital del imperio dieron a Achua los colores para pintar un cuadro precioso: “Por primera vez en mi vida viví la experiencia de ser conducido por un chofer blanco. Tomé nota mental de este extraordinario evento y no dije nada.

“Pero Londres aún me guardaba sorpresas y develó un espectáculo increíble: vi a un blanco en un sucio overol rellenando baches con asfalto caliente. Entonces le pregunté a mi hermano y él, vacunado contra algo tan inaudito, soltó la risa y dijo: ‘Si el día de mañana viajara (el obrero blanco) a Nigeria, le llamarían

Director de obras’”.

Hogar y exilio es una narración autobiográfica en la que Achebe nos lleva por el camino que el súbdito imperial recorre para “igualarse” como estudiante y como ser humano, con los ciudadanos de la metrópoli, para comprender, al final, que debe recuperar sus propios valores, que no hay nada vergonzoso o menor en sus raíces, y que, a fin de cuentas, el color es un accidente. Con ironía y humor entretejidos en una fina prosa que se mantiene alejada de tanto de consignas como de ditirambos, Achebe logra comunicar un contundente argumento contra el colonialismo.

El mazo con que pretende derrumbar el muro de la ideología colonial es el arte. No estamos ante un texto de ciencia política y en ninguna de sus breves 105 páginas encontramos un llamado a la justicia, una apelación al equilibrio económico o una denuncia de la polarización norte – sur. Achebe se limita a describir el proceso por el cual recupera su identidad como escritor… escritor nigeriano, que escribe en inglés pero es… ¡nigeriano!

Esta conciencia que permite aceptar sin amargura o resentimiento que se es una cosa y no otra (africano y no europeo), y comprender que la igualdad no es necesariamente un camino de doble circulación, podría ser compartida por nuestros compatriotas expulsados a Estados Unidos.

A través de experiencias propias y ajenas Achua va describiendo un cuadro que no nos es desconocido. Y su sentido del humor acentúa el mensaje: Un joven estudiante acude a la oficina postal a enviar un paquete. La empleada pesa el bulto y para calcular el precio del envío dice: “A ver, Nigeria… Nigeria … ¿Es nuestra o es francesa?”. El joven responde tranquilamente: “Es de ustedes, señora”.

No es fácil el tránsito de vuelta a los orígenes. Como muchos de su generación, por no decir todos, Achebe se encuentra a caballo entre dos posibilidades. Por una parte, se siente integrante de una cultura de habla inglesa; por la otra, quizá más intuitiva que racionalmente, entiende que pertenece a Nigeria.

Uno de los primeros motivos de reflexión sobre las razones de esta dicotomía, rememora Achebe, viene precisamente de la literatura. Esto sucede cuando un profesor pone de tarea la lectura de una “novela nigeriana”, Mister Johnson, de Joyce Cary, que había sido aclamada por la crítica inglesa.

Los jóvenes alumnos nigerianos habían crecido con la literatura del imperio y sus agentes, como Shakespeare, Milton, Defoe, Swift, Wordsworth, Coleridge, Keats, Tennyson, Housman, Eliot, Frost, Joyce, Hemingway y Conrad. Por lo tanto fue con no poca satisfacción que los maestros, ingleses todos ellos, pusieron en sus manos de los alumnos la novela de Cary.

Pero grande fue la sorpresa cuando al comentar el libro en clase, en vez de reflexiones enfrentaron a una rebeldía cercana al motín: ni uno de los estudiantes pudo reconocerse en la “Nigeria” de la novela o en sus personajes.

Así recuerda Achebe la escena: “Uno de mis compañeros pidió la palabra y expresó a un sorprendido maestro que lo único que había disfrutado del libro había sido cuando el héroe nigeriano, Johnson, había sido asesinado a balazos por su amo inglés, Mr. Rudbeck”.

Este incidente, según comprendió después, fue algo más que un episodio interesante en un salón de clases colonial. “Fue una rebelión ejemplar”.

Ello lleva a Chinua al análisis de una faceta de la literatura sobre la que poco se reflexiona: su papel como subsidiaria de la dominación. Comienza por recordar que la literatura sobre África tiene una historia antigua. Un estudio de Harnmond y Jablow, El África que nunca fue, examina cuatrocientos años y no menos de 500 volúmenes publicados.

Muestra el grado de fantasía y la clase de mentiras que se publicaron sobre el continente y sus pueblos: salvajes, amorales, sin alma, caníbales, ignorantes, de cerebro inferior, incapaces de crear belleza o instituciones civilizadas. En pocas palabras, pueblos a los que, en última instancia, se hacía un favor al esclavizarlos.

Durante mucho tiempo esta literatura ayudó a justificar la esclavitud. Pero en el camino adquirió vida propia, de tal suerte que al abolirse el tráfico de esclavos a principios del siglo diecinueve se reformuló, “con las herramientas de fantasías académicas de moda y algunas pseudo ciencias”.

Cuando Chinua Achebe publica su primer novela, Todo se desmorona, fue recibida por la crítica -inglesa, desde luego- como una expresión de anarquía, tan convencido estaba el Imperio de que la única “literatura africana” era la producida por blancos, o por negros totalmente colonizados en mente y espíritu.

Desde el relato del viaje de John Lok al África Occidental en 1561 en donde describe los pueblos de “existencia bestial, sin dios, leyes o religión”, hasta el calificativo de “no humanos” que 350 años después les asesta Joyce Cary a los danzantes negros, “encontramos que este modelo, como el conejo de las pilas, sigue lleno de energía y batiendo su tambor”, dice Achebe con su ironía no exenta de humor.

La literatura como agente de la dominación colonial, y las posibilidades que los pueblos tienen de combatirla creando su propia literatura es, en esencia, el mensaje de Hogar y exilio. “Digamos que alguien viene a despojarme de mi tierra. No esperamos que declare que lo hace por codicia o porque es más fuerte que yo, pues tal confesión lo marcaría como un pillo y un abusivo.

“Así que contrata a un narrador de historias con mucha imaginación para inventar una versión más apropiada. Por ejemplo, que la tierra en cuestión no podría ser mía puesto que he dado muestras de no poseer las cualidades apropiadas para cultivarla al máximo provecho y con la máxima ganancia. Podría añadir que la razón de mi ineficiencia es mi muy bajo coeficiente intelectual y además explicar que mi cerebro dejó de crecer a la edad de 10 años”.

Y si alguien cree que este es una torcida interpretación de Achua, aquí un fragmento de Tierra de blancos de Elspeth Huxley: “ … tal vez sea, como han sugerido algunos médicos, que su cerebro es diferente, que tiene un periodo de crecimiento más breve y posee células menos bien formadas y organizadas como menor destreza que las de los europeos. En otras palabras, que hay una disparidad fundamental entre las capacidades de su cerebro y el nuestro”.

Achebe viaja a Londres a estudiar con un pasaporte que reza: “Persona bajo la protección inglesa” (eufemismo casi tan maravilloso como el que en México se aplica oficialmente a los niños de la calle: menores en situación extraordinaria).

Eventualmente llega la independencia y el nuevo documento establece:

“Ciudadano de Nigeria”. Este tránsito es descrito por Chinua Achebe como “la participación de un hombre en el ritual de millones y millones para aplacar una larga y complicada historia de exacciones y amargura, y para responder

¡presente!, como diría el poeta Senghor, en el renacimiento del mundo”.

Al terminar la lectura de Hogar y exilio, no pude evitar pensar en el caso del novelista Evelyn Waugh y Weetman Pearson, dueño de la petrolera “El Águila”. Después de que Cárdenas expropiara la empresa, Pearson, un lord conocido en el

Parlamento como “el representante de México” por sus abultadas posesiones en nuestro país, alquiló la pluma de Waugh para escribir la deleznable Robo al amparo de la ley, novela de efectos eméticos… salvo entre la militancia imperial, of course.

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