No solo los estadounidenses, sino en todo el mundo, la gente festejó más la derrota de Donald Trump que el triunfo de Joe Biden. Un asunto de percepción. Trump, el malo y Biden, el bueno. Vaya.
Con Biden no nos puede ir mejor que con Trump.
Lo dijo John Foster Dulles, el secretario de Estado en el gobierno del presidente Dwight D. Eisenhower, durante la Guerra Fría: “Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses”.
Más claro ni el agua de horchata.
Solo en la mente del presidente Obrador, la imagen de Trump pudo ser vista como un “amigo” de México. El discurso de la sumisión así lo dejó ver cuando Obrador visitó a Trump en Washington, palabras que quedarán como una mancha en las relaciones históricas entre ambos países.
Obrador quien se jacta de ser un intérprete de la historia, ignora el peso que tienen los hechos históricos de las humillaciones de Estados Unidos a México.
Ahí está, por ejemplo, el momento significativo durante el gobierno del presidente James K. Polk quien ordenó la invasión a México en 1847, cuando soldados al mando del general Winfield Scott, colocaron la bandera de Estados Unidos en Palacio Nacional.
Al amanecer del 14 de septiembre de ese año, el teniente M Lovell recibió la orden del general Winfield Scott de colocar la bandera estadounidense y el capitán Roberts fue el encargado de hacerla ondear en las narices de los mexicanos en los tiempos de Antonio López de Santa Anna.
En ninguno de sus más delirantes discursos Obrador se ha puesto a reflexionar sobre los agravios de Estados Unidos a nuestro país. Frente a los improperios y la denostación constante de Trump contra los mexicanos Obrador se quedó callado. Ahora desempolva un viejo discurso de halagos a Joe Biden, como si el político del Partido Demócrata fuera la reencarnación del bien.
Seamos cínicos y no tengamos escrúpulos para elogiar a Biden. Gritemos como los súbditos de los imperios “¡El rey ha muerto, viva el rey!”
Con Estados Unidos hemos mantenido una relación más o menos estable en los últimos 100 años.
Con Trump la relación se trastocó con la necedad de reforzar y construir el muro fronterizo. Un chasquido de dedos de Trump puso a temblar al gobierno de Obrador cuando amenazó a México de castigarlo con mayores aranceles sino contenía la avalancha de inmigrantes centroamericanos. Desde entonces se selló la frontera sur de nuestro país. A cambio se acordó dotar de un miserable presupuesto a los países de la región bajo el supuesto de una ayuda para “financiar su desarrollo”.
El encono contra Trump se alimentó entre los inmigrantes de esos países y de buena parte de los mexicanos asentados en territorio estadounidense, lo mismo que se incubó un malestar social contra Obrador por su política entreguista con el gobierno de Trump.
Obrador que presume las remesas como una conquista económica de su gobierno y no como un sacrificio de los millones de mexicanos que sufren discriminación y constantes agravios a sus derechos laborales y humanos y los cuales son la reencarnación del gran fracaso de México como país.
Con Biden y los demócratas nos espera más de lo mismo.
A Obrador se le acabó la “luna de miel” con Trump. El plutócrata que se burlaba del tabasqueño al que llama “Juan Trump”.
Nada debemos esperar del próximo gobierno de los demócratas. Tal vez se puedan hacer algunos pequeños ajustes al Tratado comercial pero no una gran cosa. Biden empeñó su palabra con regularizar a millones de inmigrantes, lo mismo prometió Obama y resultó peor que Trump, quien al menos no se anduvo por las ramas y sabíamos a qué atenernos.
Trump, el fiel partidario de la Doctrina Monroe de “América para los americanos”, el líder populista en cuyo espejo se debe ver Obrador.
Es tiempo de consolidar las relaciones bilaterales y superar los viejos traumas de la historia.
Lo malo es que Obrador frente a Estados Unidos no tiene memoria. Lo peor fue que con Trump, Obrador antepuso sus intereses políticos personales a los intereses del país.
Históricamente Estados Unidos nos ha tratado con la punta del pie.
Vayamos a la narrativa de nuestras relaciones.
Con Trump no termina una Era, continúa por otros medios.
Apenas hace 100 años sufrimos la última invasión norteamericana a nuestro territorio. Tuvo lugar en marzo de 1916 con la llamada Expedición Punitiva que se mantuvo durante un año cuando el general John Pershing jefaturó al ejército yanqui en busca de Francisco Villa tras el ataque al poblado de Columbus, Nuevo México.
La lección que debe aprender el presidente Obrador es muy sencilla.
Los mexicanos cada vez que nos dividimos hemos sufrido invasiones y despojos de nuestro territorio. Pero Obrador, ignorante de nuestra historia, no se ha cansado de dividir a los mexicanos.
La discordia patológica de Obrador genera inestabilidad política y amenaza a nuestra soberanía. Su permanente discurso belicoso nos conduce al pasado. A los tiempos de los liberales y conservadores (1821-1876) cuando el país padeció sangrientas luchas fratricidas. Como consecuencia el país sufrió invasiones y el país fue mutilado cuatro veces.
Al momento de nuestra Independencia el territorio del país se extendía hasta Centroamérica. La región permaneció unida solo un decenio hasta que en 1824 se balcanizó en cinco países: Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica.
En 1836 sufrimos la separación de Texas.
En 1848, después de dos años de batallas, Estados Unidos nos arrebató California, Nevada, Utah, Colorado, Arizona, Nuevo México y una parte de Oklahoma.
La última mutilación de nuestro territorio se dio en 1853 con la venta de La Mesilla a Estados Unidos. Ese territorio comprendía una parte de Chihuahua y Sonora y abarcaba poco más de 100 mil kilómetros cuadrados, equivalente a la extensión sumada de los estados de Veracruz, Tabasco y Morelos.
Lo peor que nos puede suceder ahora con Obrador y su discurso belicoso de dividir al país, es que los gobiernos de la Alianza Federalista –que demandan un nuevo trato fiscal– terminen por declarar su separación del país.
Obrador se debe ver en el espejo de la historia pero actúa a contracorriente.
Lo más seguro es que termine denostado y humillado como Trump, que al igual que el tabasqueño llegó al poder ofreciendo falsas expectativas con su discurso ramplón de “Que América vuelva a ser grande”.
Lo mismo prometió Obrador, de convertir a México en una potencia mundial, pero el país cada día es más pobre y dividido.
Hoy la derrota de Trump es la derrota de Obrador.
En ese espejo se debe ver el tabasqueño.
Para un político no hay nada más amargo que la derrota. En cambio, el triunfo alimenta el ego. Para los políticos el poder es una sustancia misteriosa que los transforma. Cuando sienten que alguien les regatea ese poder se vuelven paranoicos e impredecibles. Cuando un político es investido de poder su primer reclamo es el reconocimiento.
Una amarga experiencia para Trump y una advertencia para Obrador.
Sabias las palabras de John F. Kennedy quien acuño la célebre frase: “La victoria tiene mil padres. La derrota es huérfana”. Cierto.