Para los que se desgarran las vestiduras lamentando que el asalto al Capitolio el 6 de enero haya sido una agresión contra la “democracia estadunidense” que se presenta como el faro del mundo, sería bueno que vieran con cuidado el documental El Pantano, de Daniel DiMauro, Morgan Pehme. Se trata de un enfoque crítico sobre cómo funciona el congreso estadunidense en la realidad de los intereses privados y por qué el sistema democrático de EE. UU. no es lincolniano porque no es del pueblo, ni por el pueblo, ni para el pueblo ni jeffersoniano de la república de leyes e instituciones.
La historia del título del documental es reciente. En los primeros años de EE. UU. como nación, finales de siglo XVIII y principios del siglo XIX, en la zona física donde está hoy la colina —the Hill— del Capitolio había, en efecto, un pantano con yerbas, animales y abandono humano. Hacia comienzos del siglo XXI fueron legisladores críticos, republicanos y demócratas, quienes se refirieron al Capitolio como El Pantano y acuñaron la frase de “drenar el pantano” actual o limpiarlo o desazolvarlo de su podredumbre política y económica.
El documental se basa en el libro Drain the swamp. How Washington corruption is worse than you think (Drenar el pantano. Cómo la corrupción en Washington es peor de lo que usted piensa), del legislador republicano Ken Buck. Se trata de un verdadero acto de desnudismo del funcionamiento interno de los intereses económicos de los legisladores: para llegar reciben dinero del Comité de Acción Política (PAC, por sus siglas en inglés) y no de la sociedad, por lo que en funciones los legisladores responden a los grupos de interés que financiaron su campaña. Quienes así lo decidan, pueden hacer recaudaciones personales entre el pueblo. Pero la puerta de entrada al poder real dentro del Congreso está en los compromisos vía PAC.
Y al llegar al Congreso, viene la otra parte de la historia: cómo ingresar a las comisiones legislativas. Para hacerlo, cada legislador se debe comprometer a recaudar cierta cantidad de dinero: 220,000 dólares para un comité B o C, 45’0,000 dólares para un comité A, 875,000 para presidir un comité B o 1.2 millones para legar a la presidencia de un comité A. Nada, pues, es gratis; y el dinero se recauda entre los lobbies o las empresas o los grupos de poder que tienen el dinero para comprar a miembros del congreso. Y se trata, eso sí, de actividades legales; o, bueno, no criminalizadas. Los que no entren al juego del dinero, de manera sencilla quedan marginados de comités y de las decisiones de poder y no podrán impulsar leyes a favor de sus electores. En este sentido, apenas el 5% de las leyes que se aprueban sirven al pueblo.
El documental realiza entrevistas con representantes y va siguiendo a Buck. Lo malo de todo, sin embargo, radica en el hecho de que ningún legislador hace nada ilegal. Se trata de una configuración del poder legislativo basado en el dinero, por el dinero y con el dinero, una variante del modelo de Lincoln en su famoso breve discurso de Gettysburg del 19 de noviembre de 1863. Varios republicanos y demócratas se han unido para tratar de romper el poder real de los lobbies dentro del Capitolio, pero se han topado con la estructuración de intereses vía los líderes de los partidos.
Durante su campaña el candidato Donald Trump llegó a repetir la frase “drain the swamp”, pero ya en la Casa Blanca se aprovechó de la estructuración de intereses para inmovilizar al legislativo y para canalizar sus propias iniciativas. En el fondo, la configuración del Capitolio mantiene una correlación con la red de intereses del ejecutivo, también captadora de donaciones de los PAC. En este sentido, la ciencia política estadunidense ha llegado a definir uno de los principios de funcionamiento del capitalismo de poder económico: “quien tiene el dinero, tiene el poder”.
De ahí que el asalto al Capitolio por hordas violentas sin proyecto de golpe de Estado o sin una propuesta de limpia del poder legislativo deba tener otra lectura a la que quieren imponer los grandes medios de comunicación estadunidenses que participan de la estructura de poder: el asalto no fue un atentado contra la democracia porque en los hechos el Capitolio es un pilar del poder de dominación imperial y no una institución ejemplar de la democracia “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Son condenables los actos violentos contra instituciones civiles, pero se tiene que explicar la lógica política de los mismos hechos: los grupos agresores forman parte de milicias anti Estado y anti sistema, por lo que tampoco representaron una expresión o propuesta democratizadora. Por eso llegaron, entraron, destruyeron y se salieron con tranquilidad porque se trataba nada más de una expresión de poder popular sin control.
La crisis política poselectoral evidenció, eso sí, la fragilidad del sistema de elección de gobernantes en función de grupos dominantes de interés o lobbies de poder representativo de sectores y factores de poder. Trump había logrado llevar a las urnas a los grupos anti Estado fiscal y anti burocracia, pero en sus cuatro años se olvidó de ese voto y por eso Joseph Biden le ganó la presidencia. Es decir, se ha tratado de una disputa entre élites de poder.
La crisis en el Capitolio debe ser oportunidad para revisar el modelo político estadunidense que se quiere imponer como democrático en todo Occidente, pero que en la realidad no es más que un sistema que encubre una red de intereses económicos, políticos y sociales ajenos al pueblo no propietario. El salto es condenable porque fue violento en una institución pacífica. Y si puso en riesgo la democracia, en realidad fue el modelo democrático de los grupos dominantes. No del pueblo.
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