El lado de Trump que nadie quiere discutir: colapso de la antigua coalición colonial-imperial

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El segundo debate presidencial en las elecciones presidenciales en los EE. UU. –aunque ya con casi  un tercio de votos emitidos por adelantado– no debe analizarse en el esquema tradicional de quién ganó y quién perdió, sino en función del análisis estratégico de la verdadera disputa de fondo: el Estado tradicional de la alianza demócratas-republicanos del establishment y las élites del poder contra el no-Estado que representa Trump y su no-defensa de la agenda imperial dominada por los intereses del complejo militar-industrial-financiero-mediático-tecnológico.

El problema de Trump, en todo caso, radica justamente en no representar una propuesta articulada de nuevos grupos de interés. Por ello ha sido la presencia sobresaliente –aunque no determinante– de pequeños grupos supremacistas, de consumidores de armas y de racismo histórico contra la población afroamericana, sin que exista en Trump la propuesta de una configuración de nuevo Estado y de representantes de grupos de poder.

El dato que no han explicado los analistas estadunidenses se localiza en la movilidad de funcionarios de las áreas de inteligencia y seguridad nacional civiles y militares. Le achacaban los problemas internacionales al temperamento de Trump. Pero en el fondo, Trump no quiere reproducir el modelo imperial del establishment de la seguridad nacional, pero hasta ahora no ha encontrado nuevos enfoques ni nuevos pensadores. El diseñador del modelo de Trump duro poco en la burocracia: Steve Bannon; y desde su salida no ha habido estabilidad en el área de seguridad nacional porque nadie le ha podido dar a Trump nuevas alianzas internas de poder ni nuevas empresas del sector armamentista.

La carta de apoyo al demócrata Joe Biden firmada por casi 500 funcionarios y exfuncionarios del área de inteligencia y seguridad nacional civil, militar y privada mostró el principal problema de la estabilidad del gobierno de Trump. En los hechos, Trump no repudia el imperialismo tradicional, ni tampoco es un pacifista, menos aún se considera un refundador doctrinario; sólo quiere no depender de los intereses de los viejos grupos de poder del armamentismo estadunidense por sus compromisos con los enemigos y adversarios. Los funcionarios y exfuncionarios del área quieren a Biden porque con él regresaría el viejo modelo de seguridad internacional pactada con intereses de todo tipo.

La agenda electoral fue centrada por los demócratas en acusaciones a Trump de supremacista, pero sin entender que el estadunidense mayoritario –sea progresista o tradicionalista– ha basado su existencia en la explotación racial subyacente. La falta de solución del problema racial, a pesar de ocho años de gobierno del afroamericano Barack Obama, dejó la certeza de que el fundamento racista es histórico, a pesar de que el The New York Times quiere cambiar la fundación histórica de los EE. UU. de la revolución de finales del siglo XVIII a 1619 con la llegada de los primeros afroamericanos como esclavos a América del norte, sobre todo porque los espacios del mestizaje multirracial comenzaron hacia los años sesenta del siglo XX, el fin de la esclavitud ocurrió con Lincoln y los derechos totales de los afroamericanos se reconocieron en la segunda mitad de los sesenta del siglo XX.

Imperialismo, racismo y Estado han sido los tres temas centrales en las actuales elecciones presidenciales. Trump ha ido destruyendo a las élites que se habían apropiado del Estado y llevaban a los EE. UU. sobre un modelo pendular de entendimiento mutuo que no minaba las bases originarias del imperialismo expansionista y dominante. Obama, por ejemplo, fue electo por el impulso de la comunidad afroamericana, pero su gobierno no se dio para ayudar a un replanteamiento del racismo sino para salvar al capitalismo de la crisis de las corporaciones de 2008 y del acoso del terrorismo en el siglo XXI y consolidar la coalición de intereses corporativos con la candidatura de Hillary Clinton en 2016. Hoy Joe Biden representa la vieja coalición demócrata-republicana del establishment tradicional que administra las contradicciones sociales y raciales y solo busca mantener vigente el funcionamiento capitalista del dólar, la hegemonía militar intervencionista y el dominio mundial de la Casa Blanca.

Trump representa el mismo enfoque, pero no quiere funcionar con los viejos funcionarios. Por eso hemos visto una rebelión de las élites tradicionalistas, una alianza oximorónica de republicanos y demócratas contra Trump –los Bush y los McCain, por ejemplo– y la coalición de viejos funcionarios bipartidistas alrededor de Biden.

El modelo coalicionista tradicionalista de los EE. UU. está haciendo implosión por la llegada, de fuera del Estado y de los intereses de todo candidato presidencial, de Trump. El problema de Trump –que parece no preocuparle– radica en el hecho de que sabe que una nueva colación gobernante necesita de aliados que él no tiene, de una continuidad gubernamental que no podrá ir más allá de 2024 y de un pensamiento estratégico muy lejos de sus posibilidades intelectuales. Por ello sólo quiere la reelección, gobernar otros cuatro años, destruir lo que pueda del viejo régimen republicano-demócrata y retirarse a jugar golf a Mar-a-Lago.

Lo más que podrá hacer Trump estará en Mike Pence, su vicepresidente, pero se ve a un Pence que sería el candidato natural en 2024 y su tarea de mantener sin romper los grupos dominantes del pasado para tratar de restaurarlos si gana las elecciones después de la reelección de 2020. Esa decir, buscar nuevas alianzas con lo que quede de las viejas alianzas del viejo Estado. Pero todo dependerá de cómo deje Trump el país al terminar su segundo mandato –si gana el próximo 3 de noviembre- y de quien se perfile por el lado demócrata dentro de cinco años.

En estos temas radica la importancia de la elección presidencial en los EE. UU.

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