Diego Medrano
Lo peor de la Covid-19, no son los daños irreparables en el sector cultural en torno a paralización de actividades o supresión de las previstas, sino el silencio, la mordaza a la que lleva a los mejores logros. Raquel Taranilla ganó el año pasado el Premio Biblioteca Breve: Noche y océano (Seix Barral). Nadie, me temo, se enteró. Actual docente en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, con apenas un libro publicado (Mi cuerpo también), era una completa desconocida en el mundo literario español. Toda la novela es una gigantesca fantasmagoría, con la excusa del robo del cráneo embalsamado del mítico director de cine mudo F.W. Murnau, donde se viaja por la metaliteratura y el metacine, citas y más citas sobre creación artística, donde imagen y palabra configuran una tela de araña de la que resulta imposible salir ileso. Al ganar el galardón Taranilla dijo una frase que me persigue hasta haber leído su libro de un tirón estos días: “Soy una bulímica de la cultura”. La novela es un volcán: vómito y erupción.
Por un lado, asistimos a una Barcelona de caserones húmedos, gótica y donde el amor es una soledad vestida por dos huérfanos de sí mismos; por otro lado, el recorrido es internacional, desde París a Berlín, en ese mundo hoy extinto de salas de cine de segunda, películas sin espectadores, roedores de la cultura, arte y ensayo, donde la única poética es la supervivencia lejos de la realidad, donde los sueños nos elevan y no castigan. Quirós, cineasta protagonista del texto, vive su bohemia o deriva cinematográfica fuera de los circuitos oficiales del cine, así filma lo que puede donde le dejan: “(…) lo que intentaba Quirós era filmar tupapaos, espíritus de la Polinesia. Su idea era reproducir entre la vegetación un efecto teatral que se conoce como fantasma de Pepper, un viejo truco que consiste en usar luces y un espejo para proyectar una imagen y crear una ilusión espectral. Ensayaba ese simulacro para ponerlo en práctica durante el viaje que planeaba hacer a Tahití, ante un auditorio de nativos, y filmar sus reacciones, tal vez una emoción vibrante en el encuentro con la presencia nocturna. Quería hallar en ellos el instante de pavor que Paul Gauguin captó en Manao tupapau, pintura en que una tailandesa desnuda yace dándonos la espalda, aterrorizada ante el espíritu de un muerto”.
Toda la novela está llena de imágenes, muertos y vivos, el diario de Gauguin en la Polinesia (Noa Noa), velas en la oscuridad, fósforos de los mejores ojos encendidos, el miedo que agranda las pupilas, donde pasamos de Gauguin a El espíritu de la colmena de Víctor Erice, donde la calma nunca llega, para acabar en la película El Golem de Carl Boese y Paul Wegener. Todo es un juego de fantasmas, huidas de humo, espejos negros, Caribe o Islas del Pacífico de cartón piedra en los jardines abandonados de una mansión barcelonesa, guiño a las estrellas y borrachos del Hollywood dorado, tiempos de la ley seca, flipados por Lukács y sus estudios de crítica literaria, ilusiones del provinciano que llega a París de Balzac (Las ilusiones perdidas) solo para triunfar, los obreros de Arnold Kreikamp, el monstruario del teatro alemán en las plumas que vienen de Georg Büchner y Hugo von Hofmannsthal, Isherwood y los cabarets felices de Adiós a Berlín mientras intenta dejar atrás Sintra, el Barthes que estudia Nosferatu como película encargada por una sociedad ocultista y llena de referencias eróticas negras, espiritualistas y metafísicas. Todo es un hilo ardiente del que Taranilla tira, va tirando y el pulso con el lector es manifiesto donde el incendio es excesivo.
Jacques Tourneur, Robert Flaherty, Quirós en Motu Tapu y Bora Bora sin salir de casa, Douglas Fairbanks protagonista de Robin Hood, el Zorro o el ladrón de Bagdad, la Exposición Internacional Colonial celebrada en París durante los años treinta, Georges Simenon, más Gauguin y Polinesia, más Murnau en las Islas del Sur, Josep María de Sagarra, Berthold Viertel, la Garbo, la Grecia clásica, Broadway en los años treinta, la primera exposición de Frida Kahlo en Nueva York. Lo dijo Borges: toda cultura es un palimpsesto, un sistema de citas, y ese bosque es el de Raquel Taranilla, la asfixia de un mundo referencial donde el fraude es no vivir como lo hacen los mitos propios. El fracaso de Quirós es luminoso, y al ir en su busca uno sigue aterrizando en pistas mojadas: Chris Marker mientras rueda Las estatuas también mueren junto a Alain Resnais y Ghislain Cloquet, las películas sobre los trabajadores en la Unión Soviética de Aleksandr Medvedkin, el clan budista de los Sakias, el filósofo Zizek viajando por primera vez a París tras acabar su tesis en la Universidad de Liubliana para tomar contacto con Lacan y Jacques Miller, heredero y yerno del psicoanalista. Godard, Moravia, Fritz Lang, el escritor de guiones para nadie Luciano Berriatúa sin un céntimo, Bram Stoker que deja su empleo y se traslada a Londres para gestionar el teatro Lyceum, relaciones entre Drácula y Nosferatu, Vlad el emperador y Varney el vampiro, Ivor Montagu publicando libros sobre ping-pong mientras viaja a España para rodar La defensa de Madrid, etc. No sigo. Taranilla ha escrito una novela muy loca, muy referencial, muy única, no se parece a nadie y entre líneas va lo ya dicho, la mucha vida lectora o espectadora en la butaca, donde los sueños ocurren en grande pero las pesadillas se las lleva uno a casa para jugar con ellas como animalitos simpáticos. La locura es una joya, a cada página brilla y esmalta nuestra imaginación. A partir de los escombros y despojos del cineasta Quirós, surge la belleza del amor, que es la del Arte, donde este vuelve a ser todo aquello que hace que la vida sea más importante que él mismo, como quisieron los locos de Fluxus. Una maravilla radioactiva para estos tiempos de pusilánimes, todos ni Fu ni Fa, muchos dormidos. ¡Un susto para enloquecer con la Cultura!
Escritor español.
Publicado originalmente en elimparcial.es