Marzo, mes de la expropiación (II) Nuestro petróleo: historia mínima

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El petróleo se conoce en México desde tiempos prehispánicos: los olmecas lo llamaron chapopote. Su historia comercial data de 1863 con brotes de buena calidad cerca de Tepetitlán, Tabasco. El propietario, Manuel Gil, envió diez barriles a Nueva York con la idea de comercializarlo, pero no pudo competir en aquel mercado.

En 1864 Maximiliano expidió concesiones para su explotación en Tabasco, Veracruz, Tamaulipas, Estado de México, Istmo de Tehuantepec y Puebla.

Ninguna prosperó.

En 1868 la Compañía Explotadora de Petróleo del Golfo de México produjo destilados en pequeña escala en El Cuguas, cerca de Papantla, Veracruz.

En 1876, un capitán naval de Boston perforó en Cerro Viejo y Chapopote, al norte de Veracruz. Los pozos, de unos 150 metros de profundidad, arrojaron pequeñas cantidades de petróleo que pudo venderse como aceite de quinqué a los pobladores de la zona. Sin embargo, no tuvo ganancias, los socios lo abandonaron y, deprimido y cansado, se suicidó.

En 1884 Cecil Rhodes, el plutócrata inglés-sudafricano, formó la Mexican Oil Coporation. Fracasó y regresó al negocio de sacar diamantes con mano de obra esclava en África, además de fundar países espurios (Rhodesia).

En 1901 Porfirio Díaz promulgó una ley minera que derogó la propiedad de la nación sobre los recursos del subsuelo y la traspasó a los dueños de la superficie (léase yanquis e ingleses) “desde el cielo hasta el infierno” según la frase memorable del doctor José María Luis Mora.

La Waters-Pierce Oil Company, subsidiaria de la Standard Oil, fue la primera beneficiada. Estableció refinerías en Tampico, Veracruz, Monterrey y Ciudad de México.

La producción a gran escala inició a principios de 1901 con la Mexican Petroleum en El Ébano, San Luis Potosí. La producción inicial fue exigua, alta en asfalto y difícil de refinar.

En 1910 la Huasteca Petroleum Company perforó el pozo Casiano, que brotó con una fuerza impresionante de 60 mil barriles diarios.

La Mexican Petroleum inició la producción a gran escala expandiendo sus capacidades de almacenamiento y transporte. Sus principales clientes en México fueron su compañía de asfaltado, los Ferrocarriles Nacionales y la Waters-Pierce. En el mercado estadounidense surtió a las grandes petroleras yanquis.

En mayo de 1908, el pozo Dos Bocas, en San Diego de la Mar, Poza Rica, asombró con cien mil barriles diarios. Aunque un incendio acabó con toda su producción y lo dejó completamente seco, el pozo confirmó la riqueza oculta en el subsuelo y provocó una cascada de nuevas inversiones extranjeras.

Algunas cifras para ilustrar las dimensiones de la riqueza petrolera mexicana de aquel tiempo: en 1911 se produjeron 12 millones de barriles; en 1916, 40 millones y en 1921, 193 millones, que hizo de México el segundo productor mundial del combustible. A cambio de tal riqueza, las empresas pagaron regalías cuyo monto, dijo don Jesús Silva Herzog, ofendía al adjetivo “simbólicas”.

Ejemplos: el propietario del terreno en donde brotó el Cerro Azul, que produjo 89 millones de barriles, recibió $200,000 pesos. El dueño del terreno en donde brotó el Juan Casiano, que produjo 75 millones de barriles, cobró $1,000 pesos anuales. El propietario de un lote del Chinampa, del que se extrajeron 70 millones de barriles, cobró $150 pesos anuales.

Durante la Revolución las empresas buscaron la protección de sus gobiernos y organizaron milicias alrededor de los campos como si fuesen un

Estado soberano. Dan La Botz escribe que la Huasteca Petroleum tuvo una “participación directa” en la insurgencia contra el gobierno mexicano.

Esta compañía también colaboró alegremente en el “episodio de Tampico”, antecedente de la invasión a Veracruz, y le facilitó al infame almirante Henry T. Mayo, su yate, el Wakiva, “como cuartel general para coordinar las acciones de las naves más pequeñas dentro del puerto con los acorazados anclados fuera de la dársena”.

Las compañías, en particular la Standard Oil, negaron entonces y después haber financiado alzamientos armados en contra del gobierno de México. Mas el desfile de testigos en contra desmiente tal alegato.

El marine más condecorado de todos los tiempos, general Smedley D.

Butler, participante en la invasión de Veracruz, escribió: “Pasé 33 años y cuatro meses en servicio militar activo y durante ese periodo la mayor parte del tiempo fui un golpeador de lujo al servicio de los Grandes Negocios (sic), de Wall Street y de los banqueros. Para decirlo en breve, fui un mafioso, un gángster del capitalismo. Ayudé a que México, y en especial Tampico, fuera un lugar seguro para los intereses petroleros estadounidenses en 1914”.

El embajador Josephus Daniels, acreditado en México en aquella época, anotó en sus memorias: “[Durante la Primera Guerra Mundial] B.M. Baruch, jefe de la Comisión de la Industria Militar, me dijo que cuando algunos petroleros intentaron convencer al gobierno de que era necesario ocupar la parte de México en donde estaban localizados los grandes pozos petroleros, [el presidente Woodrow] Wilson preguntó: ¿Quieren decir que a menos que asaltemos a México y tomemos por la fuerza sus campos petroleros no podremos librar la guerra [en

Europa]? Alguien respondió: ¡Así es!”

Este era el estado de cosas hasta finales de los veinte, cuando Lázaro Cárdenas, nombrado jefe de operaciones militares en Las Huastecas, desarmó a las guardias blancas de las empresas. Nada bueno habían dejado en los campos: ni una escuela, ni un teatro, ni un hospital. Sólo yermos.

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