El retorno del Zar

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Carece de fundamento el rumor de que por instrucciones de Palacio, el canciller Marcelo Ebrard exigirá disculpas al Kremlin por la descortesía asestada a los herederos del trono de Moctezuma.

A Federico Acosta y a María Fernanda Olivera, decimocuarta generación de la realeza azteca, nunca se les impidió el ingreso a la ceremonia en la catedral de San Isaac por la sencilla razón de que no fueron requeridos.

Las dinastías del orbe no reconocen más descendencia imperial mexicana que la de Maximiliano, aunque en el gran cenáculo de Bruselas se debate la legitimidad del linaje de Iturbide.

Así que nadie en su sano juicio esperaba a los herederos de Quetzalcóatl en la ceremonia en la que el legítimo aspirante al trono de los zares, el mofletudo gran duque de Rusia Jorge Mikhailovich Romanov y la otoñal Rebecca Bettarini, formalizaron su noviazgo en la señorial catedral de San Petersburgo el pasado primero de octubre.

Mil invitados de 20 casas reales -salvo la mexicana, como ha quedado aclarado-, atestiguaron la primera boda Romanov en más de un siglo desde el asesinato del zar y la zarina a manos de los bolcheviques y el fin de la monarquía imperial. La última pareja en casarse fue el príncipe Andrei Alexandrovich de Rusia y Elisabetta di Sasso-Ruffo en junio de 1918.

En el aristocrático sarao deslumbraron la princesa Leia de Bélgica, la reina Sofía de España, el príncipe Rodolfo y la princesa Tilsim de Liechtenstein, así como Luis Alfonso de Borbón y la guapa Margarita Vargas, además del gentil

Simeon II, último zar de Bulgaria, de cuyo brazo, como siempre, iba doña Margarita.

También fueron testigos de la felicidad de los contrayentes Eduardo Pío de Braganza, aspirante al trono de Portugal, su mujer Isabel Heredia y su hijo, Alfonso, los duques de Anjou y Manuel Filiberto de Saboya. Por supuesto el príncipe Leka de Albania no podía faltar.

¡Sólo gente decente! Cristianos viejos, como corresponde a la descendencia de monarcas colocados en el trono por la voluntad divina.

Pero me distraigo de la crónica. La novia lució una tiara del diseñador francés Chaumet, engastada con dos enormes diamantes centrales y 438 más modestos. Los anillos de boda fueron de la casa Fabergé, of course.

Algo que en México inquietó al ala radical del PRD y a la disidencia antiPionyang del PT, fue que el Águila Bicéfala Imperial haya lucido en el bordado del velo de siete metros de la novia gentilmente transportado por una parvada de jóvenes de las mejores familias.

Como es imposible que tal muestra de lesa majestad haya pasado desapercibida en la metrópoli que hasta 1991 fuera Leningrado, los mexicanos seguidores del héroe de la Estación de Finlandia especularon que en la mejor tradición de la KGB, el Kremlin habría alentado la sorprendente exhibición monárquica para distraer al mundo de las broncas que tienen las vacunas rusas, cuya calidad es semejante a la de los Sukhoi Superjet 100 que llevaron a la quiebra a Interjet.

Aunque el jefe de prensa de Putin, Dmitri Peskov, salió a aclarar que el presidente de la Federación nunca tuvo intención de felicitar a los recién casados.

“Este evento nada tiene que ver con nuestro interés”, asentó.

Cierto que los Romanov carecen de status legal desde que la dinastía fue derrocada en 1917, pero la boda, dicen los observadores, es un claro intento para reinsertarse en la vida pública rusa y dar el toque de gloria imperial del que carece la madre Rusia desde la caída del comunismo hace 30 años.

“Es un evento de gran significado histórico para una de las más importantes dinastías del mundo”, dijo el historiador Russell Martin, autor de un libro sobre los matrimonios Romanov. Como asesor de la familia, Martin estuvo al pendiente de que la ceremonia se mantuviera dentro de las más estrictas tradiciones reales.

Pero de nuevo me aparto de la crónica. Rebecca, bendita sea, se convirtió a la fe ortodoxa con el nombre de Victoria Romanova. Pero no siendo de sangre real, su suegra, la gran duquesa María Vladimirovna, tomó la sabia decisión de limitarle el acceso a los títulos reales, pues aunque los nobles de hoy mal que bien han aceptado ciertas prácticas de la democracia, para todo hay límites.

Aún así, los ángeles cantaron en la punta de un alfiler en alabanza del amor al fin bendecido de los contrayentes y el fin del rubor de la buena sociedad que durante años sufrió en su seno una relación, digamos, pecaminosa.

Será culpa del cambio climático, de la crisis de los migrantes, de la zozobra en los mercados financieros, del maldito virus que salió más tenaz que un testigo de Jehová, o de la infausta noticia de que Donald Trump fue echado de la lista de los más ricos de Forbes, no lo sé, pero noticias de eventos como el que tuvo lugar bajo la cúpula dorada de San Isaac ya no son bien recibidas.

No entiendo por qué la vida y costumbres de las clases dominantes generan tanta incordia entre las masas. Anteriormente el pueblo abarrotaba las grandes avenidas y se disputaba los balcones para mejor ver las procesiones reales. Hoy campea la envidia y la mezquindad. Un querido amigo, antiguo militante del PC que habitó una celda en Lecumberri, tuvo un ataque emético al ver la fotografía de los cadetes rusos que con sus espadines trazaron una bóveda sobre los novios a la salida de la catedral. “Ojalá sean los bisnietos de los que ametrallaron a Nicolás II”, exclamó con desprecio.

Así, apenas circulan las crónicas ya brota la inquina. En reacción al desaire asestado a los herederos del trono de Moctezuma, tengo noticias que desde la Profesa algunos se organizan para solicitar a Marx Arriaga incluir en los libros de texto gratuitos una reseña de cómo nuestros ancestros estudiaban el movimiento de las estrellas y desarrollaban altas matemáticas cuando los antepasados de los Romanov cazaban bisontes en las estepas de Siberia.

Esto me parece francamente desproporcionado.

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